José M. Castillo, sj.
Hay dos
clases de corruptos. Los corruptos activos y los corruptos pasivos. Activos son
los que matan, roban, mienten, ofenden o hacen daño de la manera que sea.
Pasivos son los que se callan o se cruzan de brazos ante los atropellos y las
injusticias que cometen otros y que se tendrían que denunciar, pero los
corruptos pasivos se callan o se quedan quietos, para no complicarse la vida.
Con la actividad de unos y la pasividad de otros se produce la sociedad
corrupta, engendro de todas las violencias y causa de indecibles sufrimientos.
Cuando se llega a este extremo, ya no se trata solamente de que, en un país
concreto, haya personas corruptas. Eso siempre ha ocurrido. Pero cuando la
corrupción se generaliza, ya sea por la acción de unos o por la omisión de los
demás, entonces - y es el caso de lo que estamos viviendo ahora mismo en España
- lo que ocurre es que el tejido social se daña hasta el extremo de tener que
hablar, con todo derecho, de una sociedad corrupta.
Como es
lógico, en una situación así, se echa mano de la codicia de unos, de la
ambición de otros, de la desvergüenza de los poderosos, del miedo de los
cobardes, etc, etc. Y todo eso es verdad. Pero, no sé si para aportar algo de
solución o quizá para echar más leña al fuego, a todo lo dicho, yo quiero
añadir un elemento más. Me refiero a la religión. Y digo esto porque se me
antoja que la religión está desempeñando, en esta desdichada situación, un
papel más importante de lo que quizá podemos sospechar.
¿Por qué
digo esto? Porque resulta inevitablemente sospechoso que los países del Sur de
la UE, que son los países tradicionalmente más cristiano-católicos, son
precisamente los países que se han hundido más en la crisis. Porque ha sido en
estos países donde la corrupción económica ha dado la cara de forma más
generalizada y con hechos más repugnantes y groseros. ¿Cómo se explica que
sectores tan “tradicionalmente católicos” de nuestra “católica España” sean
sectores tan escandalosamente corruptos?
Mi punto de
vista, en este asunto, es el siguiente. La observancia de prácticas religiosas
y la fidelidad a rituales sagrados conlleva inevitablemente una consecuencia
que puede resultar peligrosa y hasta suele tener efectos perniciosos. ¿A qué me
refiero? Me refiero ante todo a que, con demasiada frecuencia, los rituales
religiosos tranquilizan la conciencia inquieta del delincuente. Por ejemplo, un
empresario que está ganando más cada año, si esas ganancias se explican (en
buena medida) porque paga sueldos que no llegan a los quinientos euros al mes,
sin duda alguna ese empresario es un delincuente, por más que sus papeles esté
en regla y de acuerdo con lo que otros delincuentes han legislado. Pero, si a
todo esto añadimos que el tal empresario, además de delincuente, es religioso -
por poco religioso que sea -, entonces “estamos perdidos”. Y el que cobra
un sueldo de miseria, que se olvide de salir de su miseria. La observancia
religiosa se encargará de decirle al delincuente que “dios es bueno” y perdona
nuestras miserias y pecados. Así funcionan los rituales religiosos. Y así
funciona la conciencia humana en demasiados casos.
Termino con
una pregunta. ¿Por qué no pocos obispos (y hay honrosas excepciones) tienen la
lengua tan suelta cuando se trata de asuntos relacionados con el aborto o la
homosexualidad, al tiempo que esa misma lengua está tan calladita en cuanto
afecta a los desahucios, el maltrato a los inmigrantes, los parados, los
jóvenes sin futuro, los políticos que organizan la economía de forma que unos cuantos
se forran de millones mientras que la clase media se hunde y los trabajadores
van perdiendo la esperanza de recuperar los derechos perdidos? Es más
(ampliando la pregunta): ¿por qué quienes decimos que somos personas religiosas
estamos tan calladitos y tan sumisos a este estado de cosas tan inhumano y tan
deshumanizador? Me temo que, como ya dijo lúcidamente Martin Luther King, “el
silencio de las buenas personas” es lo que más daño nos hace a todos. Sin duda
alguna, los corruptos pasivos nos llevamos la parte del león