Jeremías 207-9;
Salmo 62; Romanos 121-2; Mateo 1621-27
El
tema central de este domingo está orientado hacia la voluntad de Dios. La salvación,
el encontrar la vida, consiste en “seguir a Jesús” y no en adelantarnos a Él,
en querer imponerle nuestra voluntad, como Pedro.
Y
es fácil entender por qué nos pasa esto: porque el camino de Jesús no siempre
es fácil; siempre implica una cierta dosis de renuncia, de dolor, de
desconcierto; pero como señala el Evangelio, ese es el camino de la vida
verdadera, es la forma de ganarla. Y esto no es una cuestión “masoquista” del cristianismo;
sino una condición de la vida misma. El conseguir la autenticidad, el ser fiel
a los valores, el crecer, madurar, implican mucha renuncia. No es fácil llegar a
ser una persona libre, auténtica, fiel a sus valores. Es más fácil dejarse
arrastrar por el río, que nadar en su contra. En el fondo, dejarse llevar por
las pasiones es mucho más fácil, que ordenarlas, que ponerles cauce.
Esto
es lo que testimonia el gran Profeta Jeremías. Él quisiera “ya no acordarse del
Señor ni hablar más en su nombre”. ¿Por qué? Porque se ha convertido en la
burla de todos y las amenazas de muerte en su contra crecen momento a momento. Él
ha tenido que “anunciar a gritos violencia y destrucción”, justamente porque el
pueblo de Israel se había apartado del camino de la vida.
Hacer
la voluntad de Dios no es fácil, a pesar que lo que Él quiere es simplemente
que sepamos amar; que “salgamos –como diría San Ignacio- de nuestro propio
amor, querer e interés”, a fin de encontrarnos con Dios. Amar implica una
renuncia, implica orden, implica fidelidad, constancia; y eso cuesta; pero éste
es el único camino que nos garantiza “vida verdadera”; lo otro nos lleva a una
felicidad aparente, a una falsa vida, que a final de cuentas termina con la
muerte. Como dice el Evangelio de hoy, “el que no renuncie a sí mismo, pierde
su vida. Y si la pierde, ¿con qué la podrá recuperar?”
Por
eso resulta muy complicado hacer la voluntad de Dios, y preferimos tomar el camino
fácil para no complicarnos; aunque, ya
sabemos, que al final el costo será demasiado alto.
Jeremías
vive esta contradicción: Dios lo llama a denunciar el pecado de su pueblo; pero
eso lo llevará a la muerte. ¿Qué hacer? Se resiste; incluso piensa en “olvidarse
del Señor y dejar de hablar en su nombre”. Pero, ¿por qué no lo hace? Justo porque
Dios lo ha seducido. Simplemente. Él está enamorado de su Señor y esa
experiencia lo hace seguir adelante pase lo que pase. Experiencia terrible que
la vive como un “fuego ardiente”, “encerrado en sus huesos”; algo que él se esforzaba
por contener, pero que no podía.
Este
es el verdadero drama de los seguidores
de Jesús. Hay que actuar o asumir situaciones que nos comprometen con costos
muy altos; pero si hemos experimentado “el fuego ardiente”, saldremos
victoriosos.
En
Jesús pasa algo parecido. Anuncia que “tenía que ir a Jerusalén para padecer
allí mucho”, pero su cuerpo se resiste, como en la oración del huerto en la que
pide a su Padre que lo libre de ese cáliz. Por eso, cuando Pedro le dice que
eso no lo permita Dios, Jesús explota, identificando a Pedro con Satanás. Esa
es justo la peor tentación que Jesús ha sufrido a lo largo de toda su vida: realizar
su Misión sin denuncias, sin confrontación y, a final de cuentas, sin muerte. Pero,
¿la alternativa es dejar todo como estaba? Imposible. Su fuego interior hace
parar en seco a Pedro, única forma como Jesús supera la tentación. Él seguirá adelante
hasta su entrega total.
La
actitud de Pedro nos revela la esencia
del discernimiento. Él no escucha a Jesús; no le gusta el camino de “perder la
vida”. Pedro quiere lo fácil: casi diríamos el camino de los milagros, de la multiplicación
de los panes, del Jesús poderoso que manda sobre el mar y los vientos; pero no
quiere al Jesús débil que sea torturado a manos de sus adversarios. Pedro no
sigue a Jesús, sino se le adelanta; le quiere marcar el camino; no escucha; no acepta
un camino diferente al que él acaricia.
Finalmente,
San Pablo en la carta a los Romanos nos da unas pistas muy concretas para
realizar el discernimiento:
1.
Éste
sucede en el contexto de quien se ofrece como ofrenda a Dios. Es decir, de quien
decide vivir entregado al proyecto del Reino. Éste es el verdadero culto.
2.
Implica
no acomodarse a los criterios de este mundo. Es decir, a sus valores, a sus intereses,
a sus conveniencias.
3.
Lo
que supone el siguiente reto: renovar la mente; cambiar nuestra mentalidad
por la del Evangelio; dejar que una
nueva manera de pensar nos transforme internamente.
4.
Entonces
tendremos capacidad para distinguir cuál es la voluntad de Dios:
a.
Lo
que es bueno;
b.
Lo
que le agrada;
c.
Lo
perfecto.
Que
estas lecturas dramáticas nos ayuden a “en todo buscar, hallar y hacer la
voluntad de Dios”, como nos invitan los Ejercicios de San Ignacio.