domingo, 10 de mayo de 2015

6° domingo de Pascua; 10 de mayo del 2015

Hechos 1025-26. 34-35. 44-48; Salmo 97; 1ª Juan 47-10; Juan 159-17
La celebración de la Pascua se acerca a su fin. Estamos en el último domingo. Hemos sido llevados por el dinamismo de la Resurrección. Como diría San Pablo, “todos los sufrimientos vividos, no se comparan con la gloria por venir”. La Resurrección es la apuesta por la vida, incluso, más allá de la muerte. El testimonio de los primeros discípulos se ha ratificado ampliamente: “para entrar en el Reino hay que pasar por mucha tribulaciones”, pero vale la pena. El seguimiento de Jesús muerto y resucitado, lo justifica.
Sin embargo, ¿qué significa vivir “como resucitados” en un mundo en el que aún hay tanto sufrimiento y muerte? Las lecturas nos dan la respuesta, machacando una sola idea, como si fuera el testamento que este tiempo de Pascua quiere dejarnos. Sólo quien ama, está en la órbita de Dios, del Dios vivo que se ha manifestado en la resurrección de su Hijo, Jesús. Parece que una sola palabra resume todo el contenido de la experiencia de los discípulos de Jesús: amar hasta la muerte; amar, incluso ante la amenaza del dolor y el sufrimiento; amar hasta el fin.
San Juan, tanto en la primera lectura como en el Evangelio desentraña y comunica lo que él mismo vivió y de lo que da testimonio en sus escritos.
El amor tiene su centro en Dios: Él mismo es amor. Es la definición más clara, profunda y llena de sentido que jamás se ha dicho sobre Dios mismo. No es el infinito, el todopoderoso, el inmortal, el eterno; no, para Juan, Dios es la plenitud de algo que cualquier ser humano tiene en su corazón y que puede experimentar al abrirse al otro.
Amor que no es “un concepto”, una “teoría”, sino una experiencia: “como el Padre me ama, así los amo yo”. Justo lo que vivieron los seguidores de Jesús. El mismo amor del Padre con el que amó a Jesús, es el amor con el que Jesús nos ama. Pero, además, la esencia del amor no es un movimiento de respuesta o un intercambio económico: el recibir me obliga a dar, y si no, no hay trato. Al contrario. En su 1ª carta Juan nos dice que el amor consiste “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero”, al enviarnos a su Hijo. El amor es gratuidad, entrega, donación, generosidad. Seamos como seamos, el gran dato de nuestra vida es que nacemos ya siendo amados por Dios. Punto. El amor no aparece o está condicionado a nuestra respuesta. Dios nos ama aún antes de que nosotros fuéramos capaces de tener conciencia de esa maravillosa acción divina.
Claro, la respuesta humana consiste en “permanecer en ese amor”; simplemente para que “la alegría sea plena”. Sabernos amados por Dios como dato original de nuestra existencia es nuestro punto de partida; pero no de llegada; pues hemos de culminarlo con nuestra respuesta. Por eso la insistencia de Juan en todo su discurso de la última cena: permanecer en el amor, permanecer como sarmientos en la vid, permanecer en Jesús; amarnos unos a otros, como Él mismo nos ha amado.
Ahora bien, para Juan el amor no sólo es una experiencia o un sentimiento o sólo un punto de partida. Para él, el culmen del amor es “dar la vida” por el otro. Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos, como Jesús la dio por sus discípulos y por la humanidad en ellos. Y para eso, hay que “hacer lo que Jesús” nos dice, con lo que volvemos al punto de partida: “amarnos”. Y, como continua Juan, nos ha elegido para “dar mucho fruto y un fruto que permanezca”.
Dios nos ha comunicado sus secretos a través de Jesús, como camino a la plenitud. Sólo quien ama a pesar de cualquier renuncia, sufrimiento o, incluso, la muerte, es quien tendrá “vida eterna”; es quien estará viviendo bajo el potente dinamismo de la Resurrección que nos hace, ya desde ahora, tocar el cielo en la tierra, al participar de la vida verdadera, del amor que ni la muerte pudo destruir.
Y como Pedro, en la Primera lectura, somos invitados a llevar este mensaje incluso a los no creyentes, pues como dice, “Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo tema y practica la justicia sea de la nación que fuere”.

Con esto se cierra el ciclo litúrgico de la Pascua: vivir como resucitados es vivir en el amor de Dios entregando la vida por los otros, siendo testigos de la acción del Espíritu en nuestros corazones y llevando esta “buena noticia” a todos los rincones de la tierra, a pesar de todas las dificultades y obstáculos que entorpezcan el camino. El dinamismo de la resurrección de Jesús no puede ser detenido.