domingo, 24 de mayo de 2015

Pentecostés; Mayo 24 del 2015

Hechos 21-11; Salmo 103; 1ª Corintios 123-7. 12-13; Juan 2019-23

El Señor Jesús ha terminado su Misión; y ahora se abre el compás de la Iglesia, el espacio para la Comunidad de seguidores de Jesús que tendrá que seguir con el Proyecto del Reino. La presencia de Jesús se transformará radicalmente. De manera diferente, pero Él seguirá estando con “sus amigos”, como cuando se le aparece a Pablo y le provoca la conversión.
Esa es la fuente de alegría, entusiasmo y valor que les hará a los 11 salir de su encierro y asumir personal y valientemente el mandato de su Maestro de “ir y predicar a todo el mundo”. Definitivamente, el haber experimentado que su Maestro estaba vivo es lo que arranca de raíz la desesperanza y el sinsentido de los discípulos. Para ellos, todo había acabado; el gran sueño que Jesús había despertado en ellos, había muerto en la cruz; seguir, no tenía sentido: ¿para qué o por qué?
Pero de pronto, la presencia de “su Señor” en el Cenáculo, donde estaban “encerrados por miedo a los judíos”, los transforma; los transforma y les regresa el ánimo y el valor para continuar con el envío de Jesús. ¿Por qué? Porque “el resucitado” es el mismo que “el crucificado”: “les mostró las manos y el costado”. Las llagas producidas por su muerte en la cruz, se convierten ahora en el testimonio de que “es el mismo” y “él mismo”. No es otro; el mismo que convivió con ellos, que les enseñó “los misterios del Reino”, que los amó hasta el extremo de dar su vida por ellos y que así murió ante sus ojos en cruz, ahora de nuevo, está con ellos. Pasó por la muerte sin que ésta pudiera retenerlo, como dice la Carta a los Hebreos, como un rayo de luz que pasa a través del cristal sin destruirse.
Para ellos, esa presencia igual aunque diferente de Jesús, era la prueba absoluta de que la muerte ya no tenía poder sobre la vida; de que la resurrección de Jesús era el anticipo de la de ellos. “Ni la muerte –como dirá San Pablo- puede arrancarnos del amor de Dios”. Por eso les regresa la paz, el gozo, el entusiasmo, el valor que los hará salir de su encierro y entregarse sin temor, apasionadamente, al proyecto del Reino.
Sin embargo, todo lo anterior no bastaba. Jesús tiene la delicadez de “dejarles su Espíritu”; es decir, de heredarles al Espíritu Santo. Sin dejar de tener una presencia diferente pero real con sus amigos –quienes no se cansarán de predicarlo a Él-, ahora el Espíritu les enseñará, los guiará, los acompañará en la tarea cuya única responsabilidad será de ellos: el construir la comunidad de seguidores de Jesús.
De ahí la nueva fuerza que los acompañará: primero, la experiencia de “haber visto de nuevo a su Señor, resucitado”; y, segundo, el recibir al Espíritu Santo como “fuego” que les hará superar cualquier dificultad, asumir cualquier riesgo y entregarse incansablemente a la misión, hasta la muerte. Nada ya los detiene, ni los detendrá.
Por su parte, los Hechos de los Apóstoles nos transmiten ya la línea que habrá de seguir la Primitiva comunidad Cristiana. Reconstituidos como apóstoles con toda la fortaleza que el Resucitado les comunicó, el Espíritu –como su primera acción- les hace ver, de una manera extraordinariamente plástica, que el Mensaje de Salvación es para toda la humanidad; ya no sólo para los judíos. Éste es el sentido profundo del “hablar en lenguas”, cuya importancia no estriba en que los apóstoles hayan aprendido milagrosamente muchos idiomas, sino en que el mensaje de salvación es para todos; que está llegando a todos y para todos se ha hecho comprensible.
Finalmente, todo este proyecto se hará realidad si –como dice Pablo en la 2ª lectura- cada uno pone el don que el Espíritu le ha comunicado, para la construcción del “bien común”, constituyéndose como un solo cuerpo: distintos miembros pero un solo cuerpo cuya cabeza es Jesús. Y es justo el testimonio que nos transmitirán también los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles: vivían en común, se juntaban a la fracción del pan, daban lo que les sobraba para que a nadie le faltara nada, centrados en la presencia de Jesús bajo la acción del Espíritu. La “comunidad” será el signo distintivo de ese puñado de apóstoles, amalgamada por el amor como único mandamiento de su Señor.
Esa es la realidad que permanecerá en la Primitiva comunidad cristiana. La fuerza del Espíritu se manifestaba en los discípulos y con grandes signos anunciaban el Reino.
Pentecostés, por tanto, es la consolidación del Proyecto de Jesús y el despliegue de esa pequeña iglesia primitiva, de esa comunidad de seguidores del Resucitado que llegará a todos los rincones de la tierra.

Pidamos para que ese Espíritu de Jesús nos siga acompañando en el anuncio y construcción del Reino.