Hechos 21-11; Salmo
103; 1ª Corintios 123-7. 12-13; Juan 2019-23
El
Señor Jesús ha terminado su Misión; y ahora se abre el compás de la Iglesia, el
espacio para la Comunidad de seguidores de Jesús que tendrá que seguir con el
Proyecto del Reino. La presencia de Jesús se transformará radicalmente. De
manera diferente, pero Él seguirá estando con “sus amigos”, como cuando se le
aparece a Pablo y le provoca la conversión.
Esa
es la fuente de alegría, entusiasmo y valor que les hará a los 11 salir de su
encierro y asumir personal y valientemente el mandato de su Maestro de “ir y
predicar a todo el mundo”. Definitivamente, el haber experimentado que su
Maestro estaba vivo es lo que arranca de raíz la desesperanza y el sinsentido de
los discípulos. Para ellos, todo había acabado; el gran sueño que Jesús había
despertado en ellos, había muerto en la cruz; seguir, no tenía sentido: ¿para
qué o por qué?
Pero
de pronto, la presencia de “su Señor” en el Cenáculo, donde estaban “encerrados
por miedo a los judíos”, los transforma; los transforma y les regresa el ánimo
y el valor para continuar con el envío de Jesús. ¿Por qué? Porque “el
resucitado” es el mismo que “el crucificado”: “les mostró las manos y el
costado”. Las llagas producidas por su muerte en la cruz, se convierten ahora
en el testimonio de que “es el mismo” y “él mismo”. No es otro; el mismo que
convivió con ellos, que les enseñó “los misterios del Reino”, que los amó hasta
el extremo de dar su vida por ellos y que así murió ante sus ojos en cruz,
ahora de nuevo, está con ellos. Pasó por la muerte sin que ésta pudiera
retenerlo, como dice la Carta a los Hebreos, como un rayo de luz que pasa a
través del cristal sin destruirse.
Para
ellos, esa presencia igual aunque diferente de Jesús, era la prueba absoluta de
que la muerte ya no tenía poder sobre la vida; de que la resurrección de Jesús era
el anticipo de la de ellos. “Ni la muerte –como dirá San Pablo- puede
arrancarnos del amor de Dios”. Por eso les regresa la paz, el gozo, el
entusiasmo, el valor que los hará salir de su encierro y entregarse sin temor,
apasionadamente, al proyecto del Reino.
Sin
embargo, todo lo anterior no bastaba. Jesús tiene la delicadez de “dejarles su
Espíritu”; es decir, de heredarles al Espíritu Santo. Sin dejar de tener una
presencia diferente pero real con sus amigos –quienes no se cansarán de
predicarlo a Él-, ahora el Espíritu les enseñará, los guiará, los acompañará en
la tarea cuya única responsabilidad será de ellos: el construir la comunidad de
seguidores de Jesús.
De
ahí la nueva fuerza que los acompañará: primero, la experiencia de “haber visto
de nuevo a su Señor, resucitado”; y, segundo, el recibir al Espíritu Santo como
“fuego” que les hará superar cualquier dificultad, asumir cualquier riesgo y
entregarse incansablemente a la misión, hasta la muerte. Nada ya los detiene,
ni los detendrá.
Por
su parte, los Hechos de los Apóstoles nos transmiten ya la línea que habrá de
seguir la Primitiva comunidad Cristiana. Reconstituidos como apóstoles con toda
la fortaleza que el Resucitado les comunicó, el Espíritu –como su primera acción-
les hace ver, de una manera extraordinariamente plástica, que el Mensaje de
Salvación es para toda la humanidad; ya no sólo para los judíos. Éste es el
sentido profundo del “hablar en lenguas”, cuya importancia no estriba en que
los apóstoles hayan aprendido milagrosamente muchos idiomas, sino en que el
mensaje de salvación es para todos; que está llegando a todos y para todos se
ha hecho comprensible.
Finalmente,
todo este proyecto se hará realidad si –como dice Pablo en la 2ª lectura- cada
uno pone el don que el Espíritu le ha comunicado, para la construcción del “bien
común”, constituyéndose como un solo cuerpo: distintos miembros pero un solo
cuerpo cuya cabeza es Jesús. Y es justo el testimonio que nos transmitirán
también los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles: vivían en común,
se juntaban a la fracción del pan, daban lo que les sobraba para que a nadie le
faltara nada, centrados en la presencia de Jesús bajo la acción del Espíritu. La
“comunidad” será el signo distintivo de ese puñado de apóstoles, amalgamada por
el amor como único mandamiento de su Señor.
Esa
es la realidad que permanecerá en la Primitiva comunidad cristiana. La fuerza
del Espíritu se manifestaba en los discípulos y con grandes signos anunciaban
el Reino.
Pentecostés,
por tanto, es la consolidación del Proyecto de Jesús y el despliegue de esa
pequeña iglesia primitiva, de esa comunidad de seguidores del Resucitado que
llegará a todos los rincones de la tierra.
Pidamos
para que ese Espíritu de Jesús nos siga acompañando en el anuncio y construcción
del Reino.