domingo, 17 de mayo de 2015

Ascensión del Señor; Enero 11 del 2015

Hechos 11-11; Salmo 46; Efesios 41-13; Marcos 1615-20

La Ascensión del Señor es uno de los momentos más trascendentes de la historia del Cristianismo, lleno de gran densidad teológica. Muchas reflexiones pueden hacerse en torno a este hecho y quedará siempre abierto al misterio.
Con la partida del Señor Jesús se cierra el ciclo de su vida y Él concluye su misión. Descendió a la tierra, bajó hasta lo más profundo de la existencia humana con su muerte; y con su resurrección vuelve al Padre, dejando el lugar y el siguiente momento de la historia del cristianismo, al Espíritu.
Jesús nos abrió al Reino, al contenido más fundamental de la historia de salvación y, en él, Jesús se manifestó como la “piedra angular”. Ese es el famoso “kerigma”: el contenido fundamental del anuncio de Jesús, de su mensaje. Él vino para comunicarnos los “misterios del Reino”, lo que el Padre le dijo, el mensaje fundamental para que el hombre pudiera “tener vida en abundancia”. Fue así como Jesús se convirtió en la “revelación del Padre”: “el que me ama a mí, ama al Padre; el que me conoce a mí, conoce al Padre”.
De ahí que el papel fundamental de Jesús fue anunciarnos aquello que era clave, esencial, para que el ser humano pudiera descubrir “el camino, la verdad y la vida”; para que no se distrajera y pusiera su corazón en cosas que no valen la pena, en tesoros que se come la polilla, en aparentes felicidades que sólo llevan a la muerte… Jesús fue “la palabra del Padre”; fue la forma como Dios ideó comunicarnos el sentido de la vida, lo más esencial de nuestra existencia.
Un mensaje sumamente simple, sencillo; pero que muchas veces, por nuestra ceguera del corazón, no lo vemos. Mensaje sencillo, pero a la vez totalmente original y distinto a cualquier otro de los múltiples mensajes de liberación que los líderes, a través de la historia, han pregonado. La novedad del cristianismo está en que Jesús y el Reino están vinculados de tal forma que uno no se entiende ni se puede realizar sin el otro. Jesús, como líder, no se puede separar del Reino; y el Reino, como propuesta de “nueva humanidad”, no tiene sentido sin Jesús. Por eso, ante la muerte del “Maestro” en la cruz, los discípulos huyen y en ellos también muere la posibilidad de seguir alguna causa. La Causa sin Jesús, no tiene sentido; y Jesús sin la causa, tampoco.
De ahí que los discípulos se convierten en “testigos” de la Resurrección. Es el primer mandato que experimentan: irán por todos los rincones de la tierra anunciando el “misterio pascual”: “el mismo que Uds. crucificaron es el mismo que el Padre resucitó”. Y ésta es la primera misión que Jesús les encomienda: ser testigos de la resurrección; misión fundamental, condición del anuncio del Reino, pues si Jesús no hubiera resucitado, como dice San Pablo, “vana sería nuestra fe”. El cristianismo está fundado sobre la piedra angular de Jesús muerto y resucitado. Sin esta realidad, sin este anuncio, no hay causa, no hay nada que hacer. Jesús es el corazón del Reino. Por eso –como dice Lucas en la Primera Lectura- “les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios”. Sin esta experiencia, nada de Jesús tendría sentido.
Pero sólo ser testigos de la resurrección de Jesús, tampoco basta. El que Jesús viva, significa que su causa no sólo sigue, sino que es el complemento inseparable de la resurrección de Jesús. Es decir, si Jesús sigue vivo, entonces el Reino está entre nosotros y cada uno es responsable de hacerlo visible. Es el mensaje de Pablo: cada uno hemos recibido una gracia particular, para que “desempeñando debidamente nuestra tarea, construyamos el cuerpo de Cristo…, hasta que lleguemos a ser hombres perfectos que alcancemos en todas las dimensiones la plenitud de Cristo”. Esto es justo “la nueva humanidad” que implica el Reino. Un grupo como la primitiva comunidad cristiana en la que todos compartían lo que tenían, en la que nadie pasaba hambre y se juntaban a la fracción del pan y a la oración.
Continuar, entonces, la misión de Jesús significa mostrar a la humanidad entera, con hechos y palabras, que en la historia se dio una posibilidad inédita que abre una nueva esperanza indestructible en Jesús, al haber vencido a la muerte e implantar la única manera de vivir que vale la pena y realiza el sentido pleno del hombre: amándonos hasta entregar la vida por el otro. Amor del Reino que supone liberación, igualdad, fraternidad, justicia, respeto, comunidad, etc., etc.
Jesús cumplió su misión. Él no seguirá paternalistamente haciendo las cosas que nosotros podemos hacer. Él nos ha dado la “potestad” para seguir “construyendo Reino” desde el testimonio de la Resurrección del maestro. Sube al cielo, y ahora nos toca nosotros asumir responsablemente la misión que Él nos ha confiado.
Al irse, dejamos de ser discípulos y nos convertimos en apóstoles; aunque no quedamos solos. Está la promesa de que Jesús nos acompañará hasta el final de la historia, aunque de forma diferente, y de que el Espíritu Santo será ahora el actor principal en la construcción de esa nueva comunidad de creyentes. El Espíritu guiará a la Iglesia; inspirará a los cristianos; seguirá instruyendo a la comunidad; pero no tomará el papel que cada uno de nosotros tenemos que desempeñar. Es ahora el tiempo de la Iglesia; nuestro tiempo; el mensaje de salvación, el Reino, está en nuestras manos. “La moneda está en el aire” y cada uno tiene que decidir de qué lado quiere que caiga.