Hechos 11-11; Salmo
46; Efesios 41-13; Marcos 1615-20
La
Ascensión del Señor es uno de los momentos más trascendentes de la historia del
Cristianismo, lleno de gran densidad teológica. Muchas reflexiones pueden
hacerse en torno a este hecho y quedará siempre abierto al misterio.
Con
la partida del Señor Jesús se cierra el ciclo de su vida y Él concluye su misión.
Descendió a la tierra, bajó hasta lo más profundo de la existencia humana con
su muerte; y con su resurrección vuelve al Padre, dejando el lugar y el
siguiente momento de la historia del cristianismo, al Espíritu.
Jesús
nos abrió al Reino, al contenido más fundamental de la historia de salvación y,
en él, Jesús se manifestó como la “piedra angular”. Ese es el famoso “kerigma”:
el contenido fundamental del anuncio de Jesús, de su mensaje. Él vino para
comunicarnos los “misterios del Reino”, lo que el Padre le dijo, el mensaje
fundamental para que el hombre pudiera “tener vida en abundancia”. Fue así como
Jesús se convirtió en la “revelación del Padre”: “el que me ama a mí, ama al
Padre; el que me conoce a mí, conoce al Padre”.
De
ahí que el papel fundamental de Jesús fue anunciarnos aquello que era clave,
esencial, para que el ser humano pudiera descubrir “el camino, la verdad y la
vida”; para que no se distrajera y pusiera su corazón en cosas que no valen la
pena, en tesoros que se come la polilla, en aparentes felicidades que sólo
llevan a la muerte… Jesús fue “la palabra del Padre”; fue la forma como Dios
ideó comunicarnos el sentido de la vida, lo más esencial de nuestra existencia.
Un
mensaje sumamente simple, sencillo; pero que muchas veces, por nuestra ceguera
del corazón, no lo vemos. Mensaje sencillo, pero a la vez totalmente original y
distinto a cualquier otro de los múltiples mensajes de liberación que los líderes,
a través de la historia, han pregonado. La novedad del cristianismo está en que
Jesús y el Reino están vinculados de tal forma que uno no se entiende ni se
puede realizar sin el otro. Jesús, como líder, no se puede separar del Reino; y
el Reino, como propuesta de “nueva humanidad”, no tiene sentido sin Jesús. Por
eso, ante la muerte del “Maestro” en la cruz, los discípulos huyen y en ellos
también muere la posibilidad de seguir alguna causa. La Causa sin Jesús, no
tiene sentido; y Jesús sin la causa, tampoco.
De
ahí que los discípulos se convierten en “testigos” de la Resurrección. Es el
primer mandato que experimentan: irán por todos los rincones de la tierra anunciando
el “misterio pascual”: “el mismo que Uds. crucificaron es el mismo que el Padre
resucitó”. Y ésta es la primera misión que Jesús les encomienda: ser testigos
de la resurrección; misión fundamental, condición del anuncio del Reino, pues
si Jesús no hubiera resucitado, como dice San Pablo, “vana sería nuestra fe”. El
cristianismo está fundado sobre la piedra angular de Jesús muerto y resucitado.
Sin esta realidad, sin este anuncio, no hay causa, no hay nada que hacer. Jesús
es el corazón del Reino. Por eso –como dice Lucas en la Primera Lectura- “les
dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver
por ellos y les habló del Reino de Dios”. Sin esta experiencia, nada de Jesús tendría
sentido.
Pero
sólo ser testigos de la resurrección de Jesús, tampoco basta. El que Jesús viva,
significa que su causa no sólo sigue, sino que es el complemento inseparable de
la resurrección de Jesús. Es decir, si Jesús sigue vivo, entonces el Reino está
entre nosotros y cada uno es responsable de hacerlo visible. Es el mensaje de
Pablo: cada uno hemos recibido una gracia particular, para que “desempeñando
debidamente nuestra tarea, construyamos el cuerpo de Cristo…, hasta que
lleguemos a ser hombres perfectos que alcancemos en todas las dimensiones la
plenitud de Cristo”. Esto es justo “la nueva humanidad” que implica el Reino. Un
grupo como la primitiva comunidad cristiana en la que todos compartían lo que
tenían, en la que nadie pasaba hambre y se juntaban a la fracción del pan y a
la oración.
Continuar,
entonces, la misión de Jesús significa mostrar a la humanidad entera, con
hechos y palabras, que en la historia se dio una posibilidad inédita que abre
una nueva esperanza indestructible en Jesús, al haber vencido a la muerte e
implantar la única manera de vivir que vale la pena y realiza el sentido pleno
del hombre: amándonos hasta entregar la vida por el otro. Amor del Reino que
supone liberación, igualdad, fraternidad, justicia, respeto, comunidad, etc.,
etc.
Jesús
cumplió su misión. Él no seguirá paternalistamente haciendo las cosas que
nosotros podemos hacer. Él nos ha dado la “potestad” para seguir “construyendo
Reino” desde el testimonio de la Resurrección del maestro. Sube al cielo, y
ahora nos toca nosotros asumir responsablemente la misión que Él nos ha
confiado.
Al
irse, dejamos de ser discípulos y nos convertimos en apóstoles; aunque no
quedamos solos. Está la promesa de que Jesús nos acompañará hasta el final de
la historia, aunque de forma diferente, y de que el Espíritu Santo será ahora
el actor principal en la construcción de esa nueva comunidad de creyentes. El
Espíritu guiará a la Iglesia; inspirará a los cristianos; seguirá instruyendo a
la comunidad; pero no tomará el papel que cada uno de nosotros tenemos que
desempeñar. Es ahora el tiempo de la Iglesia; nuestro tiempo; el mensaje de
salvación, el Reino, está en nuestras manos. “La moneda está en el aire” y cada
uno tiene que decidir de qué lado quiere que caiga.