Excmo. Mons. José Luis Escobar Alas,
Arzobispo de San Salvador
Querido Hermano:
La beatificación de monseñor Óscar Arnulfo
Romero Galdámez, que fue Pastor de esa querida Arquidiócesis, es motivo de gran
alegría para los salvadoreños y para cuantos gozamos con el ejemplo de los
mejores hijos de la Iglesia. Monseñor Romero, que construyó la paz con la
fuerza del amor, dio testimonio de la fe con su vida entregada hasta el extremo.
El Señor nunca abandona a su pueblo en las
dificultades, y se muestra siempre solícito con sus necesidades. Él ve la
opresión, oye los gritos de dolor de sus hijos, y acude en su ayuda para
librarlos de la opresión y llevarlos a una nueva tierra, fértil y espaciosa,
que «mana leche y miel» (cf. Ex 3, 7-8). Igual que un día eligió a Moisés para que, en su nombre, guiara a su
pueblo, sigue suscitando pastores según su corazón, que apacienten con ciencia
y prudencia su rebaño (cf. Jer 3, 15).
En ese hermoso país centroamericano, bañado por
el Océano Pacífico, el Señor concedió a
su Iglesia un Obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a los hermanos, se
convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor. En tiempos de difícil convivencia,
Monseñor Romero supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel
al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia. Su ministerio se distinguió por
una particular atención a los más pobres y marginados. Y en el momento de su
muerte, mientras celebraba el Santo Sacrificio del amor y de la reconciliación,
recibió la gracia de identificarse plenamente con Aquel que dio la vida por sus
ovejas.
En este día de fiesta
para la Nación salvadoreña, y también para los países hermanos
latinoamericanos, damos gracias a Dios porque concedió al Obispo mártir la
capacidad de ver y oír el sufrimiento de su pueblo, y fue moldeando su corazón
para que, en su nombre, lo orientara e iluminara, hasta hacer de su obrar un
ejercicio pleno de caridad cristiana.
La voz del nuevo Beato sigue resonando hoy para
recordarnos que la Iglesia, convocación de hermanos entorno a su Señor, es
familia de Dios, en la que no puede haber ninguna división. La fe en
Jesucristo, cuando se entiende bien y se asume hasta sus últimas consecuencias
genera comunidades artífices de paz y de solidaridad. A esto es a lo que está
llamada hoy la Iglesia en El Salvador,
en América y en el mundo entero: a ser rica en misericordia, a convertirse en
levadura de reconciliación para la sociedad.
Monseñor Romero nos
invita a la cordura y a la reflexión, al respeto a la vida y a la concordia. Es
necesario renunciar a «la violencia de la espada, la del odio», y vivir «la
violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en una cruz, la que se hace
cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles
entre nosotros». Él supo ver y experimento en su propia carne
«el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo para que
alcance a los demás». Y, con corazón de
padre, se preocupó de «las mayorías pobres», pidiendo a los poderosos que
convirtiesen «las armas en hoces para el trabajo».
Quienes tengan a Monseñor Romero como amigo en
la fe, quienes lo invoquen como
protector e intercesor, quienes admiren su figura, encuentren en él fuerza y ánimo
para construir el Reino de Dios, para comprometerse por un orden social más
equitativo y digno.
Es momento favorable
para una verdadera y propia reconciliación nacional ante los desafíos que hoy
se afrontan. El Papa participa de sus esperanzas, se une a
sus oraciones para que florezca la semilla del martirio y se afiancen por los
verdaderos senderos a los hijos e hijas de esa Nación, que se precia de llevar
el nombre del divino Salvador del mundo.
Querido hermano, te
pido, por favor, que reces y hagas rezar por mí, a la vez que imparto la
Bendición Apostólica a todos los que se unen de diversas maneras a la
celebración del nuevo Beato.
Fraternamente,
Francisco.