De plano
me equivoqué
Nombrar
mártir, beato y santo a Monseñor Romero, el hombre más amado de este pequeño
país, era necesario, era un capítulo pendiente en una historia de amor y de
dolor inolvidables
María López Vigil | 14/4/2015
A finales
de los años 90 se anunció que había iniciado por fin en Roma el proceso de
beatificación de Monseñor Romero. Desde entonces y en varias ocasiones, tuve
que responder, de palabra y por escrito, qué me parecía ese paso, casi veinte
años después de que Monseñor Romero fuera asesinado. Tercamente, contestaba
siempre que me alegraba que el proceso se hubiera abierto, pero que deseaba que
siempre estuviera pendiente, que nunca culmina. “No quiero ver nunca a Monseñor
Romero en la Gloria de Bernini… No quiero que lo metan en la lista de tantos
santos que llegaron hasta ahí por dinero… A él la gente ya lo hizo santo hace
mucho…” Cosas así he repetido.
Pensaba
también que mi deseo se realizaría porque conocía de los enormes obstáculos que
el proceso enfrentaba en los poderosos entresijos de la Curia vaticana, en
donde Monseñor tuvo y siguió teniendo tantos enemigos. Hoy, cuando el Papa
Francisco ha desbloqueado el proceso se han ido haciendo públicas algunas de
las trabas que durante tantos años le pusieron.
Estuve en
San Salvador ahora, en marzo, para el 35 aniversario del asesinato de Monseñor.
La efervescencia por el anuncio que llegó de Roma declarándolo mártir y por la
fecha ya fijada para la ceremonia de beatificación, sábado 23 de mayo, se
sentía en el aire. Se respiraba.
En la
cripta, donde el cuerpo baleado de Monseñor reposa en el hermoso monumento que
le hizo el escultor italiano Paolo Borghi, no se detenía el desfile de gente.
Vi a una joven estadounidense que llegó sola y lloraba desconsolada. ¿Sabría de
la participación de su gobierno en la guerra salvadoreña, conocería de la
complicidad que, sin duda existió, por omisión, entre su gobierno y el
asesinato de Monseñor? ¿O sus lágrimas manarían de otras heridas?
En el
grueso libro de visitas leí algunos mensajes que van dejando quienes llegan
hasta allí. Hay uno que me conmueve: “Monseñor, yo no puedo perdonar, tal vez
usted sí pudo, pero yo no, a muchos de mis familiares los mataron en la masacre
de El Mozote”. En diciembre de 1981 el ejército asesinó en ese cantón a 900
hombres, mujeres y niños. Muchos de los mensajes repiten encomiendas parecidas:
“Acuérdese de nosotros… Siga sacando la cara por nuestro país… No abandone a su
pueblo…Proteja a mi hijo, que está en una mara…” Como cuando él vivía, como si
él siguiera vivo.
Esa tarde
fui a la tradicional marcha que miles de personas hacen todos los años desde la
plaza Salvador del Mundo hasta Catedral. Llevaba varias cuadras caminadas
cuando coincidí con dos sobrinas de Monseñor Romero. Platicamos. Son hijas de
Tiberio. Estaban felices, profundamente orgullosas de que su tío hubiera
llegado hasta donde ha llegado: a ser un santo católico… “¿Sabe qué dice mi
papá? -me dijo una-. Ya mejor no digo más que él es mi hermano, porque mío ya
no es, él es del mundo”.
Tuve la
oportunidad de volver a encontrarme con Josué, un joven que en 2005 se empeñó
en hacer un cuadro de Monseñor Romero, el más grande que ningún santo hubiera
tenido nunca. Y lo logró. Con veinte metros de alto por diez de ancho, en
acrílico sobre lona cruda, el rostro de Monseñor, sonriente y acompañado de su
gente, cubrió en el aniversario 25 toda la fachada de la Catedral de arriba a
abajo.
Después
de llevar la pintura a Alemania y hasta a Río de Janeiro, donde logró colocarla
en un muro de la favela que visitó el Papa Francisco, este año, el año grande
de la beatificación, quería colocarla de nuevo. No le dejaron ponerla en
Catedral. Sí en la fachada del Teatro Nacional, en el centro histórico de la
capital, uno de los lugares urbanos más caóticos que uno pueda imaginar.
Tuve la
suerte de estar ahí, en la calle, cuando colocaban a Monseñor en la puerta de
entrada del Teatro Nacional, el más antiguo de Centroamérica. Varios hombres
muy forzudos, con muy gruesos mecates hacían enormes esfuerzos para alzar la
pesadísima lona. Las poleas tenían que subir parejas, al mismo ritmo y tenían
que moverse con mucho cuidado… Sudoroso, Josué dirigía la operación.
Vendedores
de la calle y gente que iba y venía por aquel laberinto se detenían para mirar
cómo subía aquello… La pintura es espectacular por su tamaño y por lo bien
hecha. Cuando ya la lona alzada mostró que aquello que subía, despacito y seguro,
era el rostro sonriente de Monseñor, se detuvo a mi lado un hombre pobre,
bajito y curtido, unos cuarenta años. Sonrió al verlo de nuevo… “¿Está
resucitando, verdad?”, me dijo. “Pues sí, yo creo que sí, ya ve cómo va
subiendo…”, le dije. Y cuando ya quedó expuesta plenamente la pintura,
llenando el espacio, me dijo con un inocultable punto de orgullo: “¿Qué más se
le puede pedir ya a la vida?” Y siguió su camino, perdiéndose en aquel embrollo
de caramancheles y gentes.
Sí, de
plano me equivoqué. Nombrar mártir, beato y santo a Monseñor Romero, el hombre
más amado de este pequeño país, era necesario, era un capítulo pendiente en una
historia de amor y de dolor inolvidables. Es una reivindicación simbólica para
el pueblo que tanto lo amó. Y es una lección histórica para quienes todavía lo
odian y hoy guardan silencio ante la decisión vaticana, oportunistamente dicen
haber sido cercanos a él y no se disculpan por lo que hicieron entonces,
matarlo a él y matar a tantos miles.
Este
país, el pulgarcito del continente, y este pueblo, uno de los más sufridos de
nuestras tierras, necesitaban de esta alegría, de este momento de resurrección.
De plano me equivoqué. Después de esto, qué más pedirle a la vida.