domingo, 14 de febrero de 2016

1er Domingo de Cuaresma; 14 de febrero del 2016

Deuteronomio 264-10; Salmo 90; Romanos 108-13; Lucas 41-13

Este domingo nos habla ya de que estamos de lleno en la Cuaresma; tiempo diferente al resto del año; tiempo con una densidad mayor, quizá sólo equiparable al tiempo de Navidad en el que el Verbo se hizo carne; se convirtió en uno de nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Cuaresma nos remite radicalmente al mensaje más profundo de la salvación: Jesús, hijo de Dios, cumplirá la voluntad de Salvación de su Padre hasta el fin, aunque eso le cueste la vida. La Cuaresma, entonces, nos irá desplegando ese camino constituido por las opciones progresivas de Jesús que fueron determinando su desenlace final.
Este primer domingo, el de las Tentaciones, nos despliega el gran horizonte que determinará la vida del Hijo de Dios; será el marco definitivo por el que recorrerá su camino; la forma concreta de realizar el tipo de mesianismo que el Padre quiere, a fin de que la salvación y la forma de realizarla esté al alcance de la mano de cualquier ser humano. Muchas claridades surgen de este hecho.
Primero, la encarnación es tan real, tan total, que expone a Jesús a la tentación. Como hombre, Jesús fue tentado. No es fácil poder comprender este hecho. Como Dios, no podía ser tentado; pero como hombre sí. Exactamente igual que cualquiera de nosotros. Esa es la solidaridad, también al extremo, de Dios con la humanidad: no hay ventajas, privilegios, situaciones más cómodas que llevaran sólo a una “aparente” encarnación. Jesús superó la tentación como hombre, al igual que cualquiera de nosotros lo podrá hacer, siguiendo su ejemplo.
Segundo, si hay alguna claridad en este episodio tan escandaloso del inicio de la vida de Jesús, es que Dios, el Padre, no le impone su voluntad. Misterio incomprensible –como tantos otros de la vida del Dios encarnado-; pero que así es. Justamente por eso se da la lucha, la tentación. Si la voluntad del Padre se le hubiera impuesto a Jesús, no tendría ninguna tentación; ningún deseo de hacer las cosas de manera diferente. Eso devela que la salvación que Dios nos propone a cada uno de nosotros, sólo es una invitación, no una imposición. Ahí entra radicalmente la libertad humana, su deseo, su compromiso, que deja en juego nuestra respuesta. A lo largo del Evangelio se nos testimonia cómo la propuesta del Reino, de unirse a su causa, de dejarlo todo para seguir a Jesús, siempre fue respetando la libertad humana, por invitación: “Si alguno quiere seguirme…”. Incluso en algunas curaciones es manifiesta la invitación: “¿Quieres…?”
Tercero, lo que de fondo estaba en juego, no era ni la comida, ni la riqueza, ni el poder; sino la forma de Mesías que Jesús estaba invitado a ser por su Padre. Evidente que lo que está sobre la mesa son dos modelos antitéticos de realizar la salvación, con la diferencia que uno ciertamente la logrará y, el otro, quedará a mitad de camino.
El camino del tentador responde justamente a una concepción del actuar humano en el que el centro y el destinatario final de la vida es uno mismo: no ofrece vivir en función de los demás, en solidaridad con el sufrimiento del otro, comprometido con él, en búsqueda de nuevas relaciones que puedan superar el individualismo, la ceguera ante las necesidades de los otros, la sordera frente al grito de dolor del prójimo caído. Es un camino “aparentemente redentor”, pero en el fondo no lo es. La diferencia es algo sutil, difícil de advertir, que quizá sólo sea una pequeña desviación al inicio del camino; pero que al final, la discrepancia es total. Simplemente, no se logra la propuesta de redención del Padre.
Cuarto, las tentaciones. Reflejan claramente la invitación a centrarse en uno mismo, olvidándose de los demás: “primero –dice el Tentador- busca tu bien, tu beneficio personal, tu satisfacción… y serás feliz”. Luego -añade-, “no te esfuerces demasiado: usa el poder que tienes para solucionar los problemas que se te presentarán; no te preocupes de los demás; no haces daño a nadie; busca tu bien, atiéndete”. Segundo, “si me adoras, tendrás todos los Reinos del mundo: es decir, renuncia a Dios, conviérteme en un ídolo, y tendrás lo que jamás te hubieras podido imaginar”. Finalmente, “has un acto espectacular, tírate del alero del templo, y no te pasará nada. Así todo mundo te reconocerá como El Mesías y habrás obtenido lo que buscas”.
Quinto, una cosa más queda por añadir: que la tentación es mentirosa. Hay un claro engaño en lo que el Tentador promete: ni le va a dar todos los reinos, ni el camino que le propone realizará la misión que el Padre le ha encomendado a Jesús.
Con la fuerza de la Palabra de Dios, Jesús se libra de la tentación y confirma que su camino ha de ser aquel al que le Padre lo invita. El único poder que usará Jesús para sí mismo es el de poder entregar su vida hasta el final. Ahí entiende que su Mesianismo no será el del triunfo, el reconocimiento como del gran guerrero y libertador; sino el de recorrer el camino palmo a palmo, como cualquiera de nosotros podrá hacerlo, haciendo “el bien y curando toda enfermedad y dolencia” hasta el fin; su mesianismo será el del “siervo sufriente” que ya había anunciado el Profeta Isaías.

Reflexionemos, como dice San Ignacio, para sacar provecho y aprovechemos la Cuaresma para revisar nuestras vidas frente al compromiso con el Evangelio.