Deuteronomio 264-10; Salmo 90; Romanos 108-13;
Lucas 41-13
Este domingo nos habla ya de que estamos de lleno en la Cuaresma;
tiempo diferente al resto del año; tiempo con una densidad mayor, quizá sólo
equiparable al tiempo de Navidad en el que el Verbo se hizo carne; se convirtió
en uno de nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Cuaresma nos remite radicalmente al
mensaje más profundo de la salvación: Jesús, hijo de Dios, cumplirá la voluntad
de Salvación de su Padre hasta el fin, aunque eso le cueste la vida. La
Cuaresma, entonces, nos irá desplegando ese camino constituido por las opciones
progresivas de Jesús que fueron determinando su desenlace final.
Este primer domingo, el de las
Tentaciones, nos despliega el gran horizonte que determinará la vida del
Hijo de Dios; será el marco definitivo por el que recorrerá su camino; la forma
concreta de realizar el tipo de mesianismo que el Padre quiere, a fin de que la
salvación y la forma de realizarla esté al alcance de la mano de cualquier ser
humano. Muchas claridades surgen de
este hecho.
Primero, la encarnación es tan real, tan total, que expone a Jesús a la
tentación. Como hombre, Jesús fue tentado. No es fácil poder comprender este
hecho. Como Dios, no podía ser tentado; pero como hombre sí. Exactamente igual
que cualquiera de nosotros. Esa es la solidaridad, también al extremo, de Dios
con la humanidad: no hay ventajas, privilegios, situaciones más cómodas que
llevaran sólo a una “aparente” encarnación. Jesús superó la tentación como hombre,
al igual que cualquiera de nosotros lo podrá hacer, siguiendo su ejemplo.
Segundo, si hay alguna claridad en este episodio tan escandaloso del
inicio de la vida de Jesús, es que Dios, el Padre, no le impone su voluntad. Misterio
incomprensible –como tantos otros de la vida del Dios encarnado-; pero que así
es. Justamente por eso se da la lucha, la tentación. Si la voluntad del Padre
se le hubiera impuesto a Jesús, no tendría ninguna tentación; ningún deseo de
hacer las cosas de manera diferente. Eso devela que la salvación que Dios nos
propone a cada uno de nosotros, sólo es una invitación, no una imposición. Ahí entra
radicalmente la libertad humana, su deseo, su compromiso, que deja en juego
nuestra respuesta. A lo largo del Evangelio se nos testimonia cómo la propuesta
del Reino, de unirse a su causa, de dejarlo todo para seguir a Jesús, siempre
fue respetando la libertad humana, por invitación: “Si alguno quiere seguirme…”.
Incluso en algunas curaciones es manifiesta la invitación: “¿Quieres…?”
Tercero, lo que de fondo estaba en juego, no era ni la comida, ni la
riqueza, ni el poder; sino la forma de
Mesías que Jesús estaba invitado a ser por su Padre. Evidente que lo que está
sobre la mesa son dos modelos antitéticos
de realizar la salvación, con la diferencia que uno ciertamente la logrará y,
el otro, quedará a mitad de camino.
El camino del tentador responde justamente a una concepción del actuar humano en el que
el centro y el destinatario final de la vida es uno mismo: no ofrece vivir en
función de los demás, en solidaridad con el sufrimiento del otro, comprometido con
él, en búsqueda de nuevas relaciones que puedan superar el individualismo, la
ceguera ante las necesidades de los otros, la sordera frente al grito de dolor
del prójimo caído. Es un camino “aparentemente redentor”, pero en el fondo no
lo es. La diferencia es algo sutil, difícil de advertir, que quizá sólo sea una
pequeña desviación al inicio del camino; pero que al final, la discrepancia es
total. Simplemente, no se logra la propuesta de redención del Padre.
Cuarto, las tentaciones. Reflejan claramente la invitación a centrarse en
uno mismo, olvidándose de los demás: “primero –dice el Tentador- busca tu bien,
tu beneficio personal, tu satisfacción… y serás feliz”. Luego -añade-, “no te
esfuerces demasiado: usa el poder que tienes para solucionar los problemas que
se te presentarán; no te preocupes de los demás; no haces daño a nadie; busca
tu bien, atiéndete”. Segundo, “si me adoras, tendrás todos los Reinos del
mundo: es decir, renuncia a Dios, conviérteme en un ídolo, y tendrás lo que jamás
te hubieras podido imaginar”. Finalmente, “has un acto espectacular, tírate del
alero del templo, y no te pasará nada. Así todo mundo te reconocerá como El Mesías
y habrás obtenido lo que buscas”.
Quinto, una cosa más queda por añadir: que la tentación es mentirosa. Hay un claro engaño en lo que el Tentador
promete: ni le va a dar todos los reinos, ni el camino que le propone realizará
la misión que el Padre le ha encomendado a Jesús.
Con la fuerza de la Palabra de Dios, Jesús se libra de la tentación
y confirma que su camino ha de ser aquel al que le Padre lo invita. El único
poder que usará Jesús para sí mismo es el de poder entregar su vida hasta el
final. Ahí entiende que su Mesianismo no será el del triunfo, el reconocimiento
como del gran guerrero y libertador; sino el de recorrer el camino palmo a
palmo, como cualquiera de nosotros podrá hacerlo, haciendo “el bien y curando
toda enfermedad y dolencia” hasta el fin; su mesianismo será el del “siervo
sufriente” que ya había anunciado el Profeta Isaías.
Reflexionemos, como dice San Ignacio, para sacar provecho y
aprovechemos la Cuaresma para revisar nuestras vidas frente al compromiso con el
Evangelio.