Vivimos una
guerra irregular y de larga duración contra el crimen organizado. En ella, las
intervenciones u omisiones de múltiples actores dan cadencia y destino a las
batallas y etapas del conflicto. Recientemente han aparecido señales de que la
Iglesia católica comenzó a confrontar abiertamente a los criminales.
Entre los
países del mundo occidental, México posee el primer lugar de religiosos
católicos asesinados por el crimen organizado. De 1990 a 2015 han sido
ejecutados un cardenal, 39 sacerdotes, un diácono y cuatro frailes. Es una
tendencia al alza, pues durante los tres años de gobierno de Enrique Peña Nieto
han caído 11 sacerdotes (cifras del Centro Católico Multimedial, CCM). Si a lo
anterior añadimos los secuestros, los 500 casos de extorsión denunciados y los
robos que padecen, se fortalece la hipótesis de que en esta nación hay una
persecución religiosa extendida a todas las Iglesias; es diferente a la
observable en el Medio Oriente, África o Asia, pero sus consecuencias son
similares.
Al interior
de los círculos católicos, la explicación más común sobre las causas de este
fenómeno la resume Jorge E. Traslosheros, investigador del Instituto de
Investigaciones Históricas de la UNAM: El crimen organizado agrede como parte
de una estrategia de adquisición de poder y dinero. Se trata de intimidaciones
o “asesinatos ejemplares” para aterrorizar a las comunidades luego de paralizar
a quienes las acompañan. Al eliminar o desterrar al sacerdote o a la monja
comprometidos, se anula a figuras clave en la formación de capital social
positivo, y se erosiona el orden basado en la legalidad y en los valores de
civilidad. Es una agresión que aprovecha la ausencia del Estado, la corrupción
y la impunidad.
Ante la
gravedad de la situación, sorprende la tibieza de los comunicados difundidos
por la jerarquía eclesiástica. Ha habido pronunciamientos, por supuesto, pero
es necesaria una condena y acciones más enérgicas por parte del episcopado. Por
ejemplo, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) se reunió con el presidente
Peña durante 2015, pero frente a él guardó silencio respecto de los actos
violentos y los asesinatos de sus miembros. Como si los jerarcas no quisieran
importunar a los poderosos con quienes conviven todo el tiempo.
Cuando
aparece la violencia extrema, la actitud más común de personas e instituciones
es la de refugiarse en las trincheras del silencio y susurrar sus angustias y
miedos en los espacios cerrados de los pequeños círculos. La violencia política
de la década de 1970 mostró las dos caras de la Iglesia católica: un sector
elevó la voz a favor de las víctimas y las acompañó, mientras que otro guardó
un silencio servil y cómplice. La violencia criminal que aqueja a buena parte
del Continente Americano plantea un reto de enorme complejidad a la Iglesia del
siglo XXI.
En el caso
mexicano, la Iglesia católica ha cambiado en la medida en que se incrementa el
número de bajas y se sienten los efectos de un Papa, Francisco, que pide a sus
jerarcas salir a la periferia a escuchar los lamentos de su pueblo. Algunos han
respondido a ese llamado, confirmado por el Papa al nombrar cardenal al
arzobispo de Morelia, Alberto Suárez Inda, quien en su trabajo pastoral no ha
vacilado en denunciar los estragos causados por el crimen organizado en
Michoacán. En noviembre pasado, los obispos de Acapulco emitieron un
“Compromiso por Guerrero y con la Paz” que incluyó consideraciones y propuestas
bastante refinadas. Ante el abominable asesinato de Gisela Mota, alcaldesa de
Temixco, el obispo de Cuernavaca, Ramón Castro Castro, se trasladó a la casa de
la asesinada a oficiar una misa de cuerpo presente, donde criticó abiertamente
a criminales y a funcionarios.
Me detengo
en un hecho muy sintomático y poco conocido fuera de algunos círculos
católicos: En mayo de 2014 se instaló en territorio mexicano una oficina de la
Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia que Sufre. Desde que fue creada en
1947, su misión ha sido auxiliar pastoralmente a la Iglesia necesitada o
víctima de la persecución en cualquier parte del mundo. Durante una amplia
conversación con motivo de esta columna, la directora de la oficina en México
de esta fundación, Julieta Appendini, expresó con claridad su diagnóstico y
objetivos: “Las mafias (criminales) están muy bien articuladas, pero el trabajo
para hacer el bien en México –y pienso en el trabajo desde la Iglesia– ha
tenido muchos problemas (…). No está en el papel, pero uno de los principales
objetivos de la oficina de Ayuda a la Iglesia que Sufre en México es articular
el trabajo social y humanitario de la Iglesia en [el país], y de los
colaboradores de la Iglesia, principalmente los organismos civiles de
inspiración cristiana”.
En suma, las
instituciones católicas comienzan a entender que deben enfrentar con mayor
claridad la violencia criminal. Como eso mismo hacen otras fuerzas y actores,
me aventuro a establecer una hipótesis: Se ha iniciado en México una etapa ya
recorrida por Italia, Estados Unidos y Colombia, países que lograron acuerdos
nacionales contra el crimen organizado. La Iglesia puede jugar un papel
importante en ese proceso, siempre y cuando resuelva diversos retos. El
principal es trascender su enorme, infinita diversidad para lograr un consenso
acerca de cómo debe relacionarse con el Estado, acompañar a las víctimas y
atender los problemas de fondo. Es una tarea de enorme complejidad que tiene
más posibilidades de cuajar si el Papa Francisco lanza un mensaje claro y
directo durante su próxima visita a México.
¿Se
pronunciará públicamente sobre esta violencia criminal que asecha a la Iglesia
católica y otras aberraciones, o mantendrá un discreto y diplomático silencio?
¿Pedirá a sus obispos que protejan la integridad y la vida de su cuerpo
eclesial y de la población? ¿Les recordará que su deber es salir a la periferia
que, en el caso de México, se localiza en las trincheras de la guerra
irregular? No lo sabemos. Los secretos mejor guardados son el contenido, el
lugar y el tono de los discursos que pronunciará Francisco durante su visita.
En la Historia, pesan las acciones de actores individuales. El Papa puede ser
determinante para que el despertar católico sea una realidad. Las víctimas y
México lo necesitan. l
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www.sergioaguayo.org
Colaboró con
información e ideas Emilio González González. Agradezco las sugerencias de
Bernardo Barranco Villafán.