Éxodo 31-8. 13-15; Salmo 102; 1ª Corintios 101-6.
10-12; Lucas 131-9
Estamos ya en el 3er domingo de cuaresma; y en nuestros
oídos sigue resonando la invitación, quizá la más radical, de todo este tiempo:
“Conviértanse –dice el Señor- porque ya está cerca el Reino de los
cielos”. “Convertirse” o “conversión” implica dar un giro en la vida, hacer
un cambio. Pero, ¿qué tipo de cambio tenemos que realizar, hacia dónde tenemos
que dar vuelta?
El primero, según la liturgia de este domingo, es a dar fruto. En la higuera estéril del
Evangelio estamos representados todos. Es una higuera frondosa, grande, que
incluso da sombra; pero no basta. La higuera está llamada a “dar más”; su vocación,
su esencia, es dar frutos y frutos abundantes; pero eso no está pasando. De
alguna manera, el personaje que le propone al viñador que ya se arranque esa
higuera para no que no esté ocupando un lugar, es Dios mismo: urge dar fruto. Pero
el Viñador, que en realidad es Cristo mismo, pide una nueva oportunidad: “Señor,
déjala todavía este año”.
Es el Señor Jesús quien se convierte en abogado de nuestra causa: Él
no nos arranca, no nos quita la vida, no nos descarta; sino que se compromete
con cada uno y le ofrece a Dios hacerse solidario con nosotros para que seamos
capaces de dar fruto: él mismo aflojará la tierra, le echará abono, la regará…;
es decir, hará todo lo posible para que podamos dar frutos. Pide un ciclo
completo, un año, para verificar si somos o no capaces de eso y, entonces, según
los resultados, nos arrancará o no.
Sin embargo, el “ciclo” representa toda nuestra vida; la paciencia
de Dios es infinita. Es justo lo que dice el Salmo: “El Señor es compasivo y misericordioso…”: nos perdona, nos
cura, nos rescata; “Es lento para enojarse y generoso para perdonar”. Siempre
estará aguardando a que “nos convirtamos” y comencemos a ser realmente
productivos: no sólo se trata de dar sombra, sino frutos; no sólo no hacer el
mal, sino realizar el bien. Y ahí está la maravilla de Dios: Él mismo, en la
persona de Jesús, se compromete a poner las condiciones que nos permitirán
realizar nuestra esencia, nuestra vocación. Él nos da una oportunidad más y se
compromete con nosotros; pero es obvio que somos nosotros quienes tendremos que
responder; que convertirnos.
Pero, ¿hacia dónde? ¿Qué tenemos que hacer? La Primera Lectura lo dice con toda
claridad, en una narración maravillosa. Dios atrae a Moisés mediante un signo
que trasciende la realidad del mundo: un fuego que no se apaga; una energía que
desborda cualquier elemento de nuestra realidad. Moisés se acerca, hasta que
Dios le dice que se detenga, porque la tierra que está pisando es sagrada. Entonces
viene la primera petición: “¡Quítate las sandalias!”. Es decir, el primer rasgo
de nuestra conversión ha de ser la reverencia absoluta hacia lo trascendente,
hacia Yahvé, hacia Dios. No podemos banalizar lo sagrado; el respeto y la
reverencia hacia el misterio han de ser totales.
Y es hasta que Moisés tiene esa actitud, que Dios le puede manifestar
su voluntad, su deseo de liberar al pueblo de Israel que ha sido esclavizado
por los egipcios. De manera totalmente sorprendente, comienza por manifestarse
como un Dios interesado realmente por el dolor y sufrimiento de sus hijos; y de
una forma profundamente humana le refiere a Moisés cómo ha visto la opresión de
su pueblo; cómo ha oído sus quejas contras los opresores; cómo conoce sus
sufrimientos. Yahvé es un Dios cercano, interesado por la suerte que ha venido
teniendo Israel.
Ante esa realidad, manifiesta su voluntad: ha descendido para
librar a su pueblo de la opresión, para sacarlo y llevarlo a una tierra que
mana leche y miel. “Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi
pueblo, los hijos de Israel, de Egipto”.
En la figura de Moisés y en el mandato que le confía Yahvé se
concreta la invitación que hoy nos vuelve a hacer Dios para dar fruto: la
opresión del pueblo sigue y Él nos envía a liberarlo. “Convertirnos”, entonces,
no es sólo “dar buena sombra”, sino dar “frutos”. Y frutos en una dirección muy
concreta: colaborar con otros para que esas inmensas mayorías de sus hijos,
dejen de ser oprimidos y esclavizados por los “Faraones” de nuestro tiempo,
como lo señaló el mismo Papa.
Por supuesto que la misión nos desborda; el mismo Moisés se sintió
así, pero Yahvé le ofreció ir con Él con “brazo fuerte y mano poderosa”.
Cuaresma, entonces, no es sólo apartarnos de nuestros pecados,
sino comprometernos con aquello que a Dios le interesa: quitar el sufrimiento
de sus hijos.
Confiados en Él y en su presencia, preguntémonos cada uno la
conversión que tenemos que realizar.