En ninguna otra visita el papa
Francisco habló tan fuerte y claro a los obispos, como en México
En ninguna otra visita el papa Francisco habló tan
fuerte y claro a los obispos, como en México. Tampoco en ninguna otra visita el
pontífice ha hablado sin ambages de la corrupción, el narcotráfico y la
violencia, como en México. Frente a los políticos que fueron a sacar raja
política de su presencia, como a las masas acostumbradas a adorar al icono
papal más que a su catequesis.
Francisco ha visitado uno de los países católicos
más conservadores del mundo. Junto con el colombiano, el episcopado mexicano es
el más retrógrado y elitista de América Latina. Por eso Juan Pablo II visitó el
país cinco veces y por eso los católicos se sienten aún más cómodos con él.
Bergoglio tuvo que pensar dos veces si quería ir a México. La presión e
invitación corrió por cortesía del gobierno mexicano. Sabía que aunque pudiera
tener discursos incómodos sería mejor para darle respiro a la coyuntura social
y política que ahoga a la Presidencia.
Pero el Papa lo sabía bien. ¿A qué iba a México si
el episcopado apenas lo tolera? ¿a qué ir a México si los obispos mexicanos, en
general, van muchos pasos atrás que Francisco prácticamente en todas las
dimensiones pastorales que hoy impulsa el papado? Pero el gobierno insistió.
Querían aprovechar lo que de cualquier forma genera el fenómeno papal en
México. Los números ya se han publicado. Millones de pesos invertidos en
promocionar a los gobernadores anfitriones, millones de pesos obtenidos por la
comercialización de la visita, un gobierno federal que hizo comunicación
política para su beneficio a costa de la figura papal.
Pero Bergoglio, como buen jesuita, no sólo no es
corto en las artes de la estrategia y tácticas políticas, sino que, como decía
San Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús: “hay que entrar con la de ellos
para salir con la nuestra”. Estos días en Argentina he recogido multitud de
testimonios de quienes trabajaron con Bergoglio, tanto en su faceta de provincial
de los jesuitas como de obispo y Arzobispo. Todos alaban su claridad política
para incomodar a los poderosos, sean caciques o políticos profesionales. Y
todos aseguran que cuando los políticos van, él ya regresó.
¿Quién utilizó mejor la visita para sus propósitos?
¿el gobierno o el Papa?. Seguro que cada parte hará las cuentas y verá los
rendimientos. Pero Bergoglio aprovechó la presión del gobierno mexicano para
escoger lugares políticamente calientes y desde ahí construir un discurso de
empoderamiento civil resucitando aspectos clave de la teología de la liberación
pero con lenguaje pontificio nuevo, simple, de la calle, el necesario para
movilizar a unas bases católicas adormecidas por la alienación religiosa.
Francisco proviene de una iglesia entregada a la
dictadura argentina y cómplice de la peor violación a los derechos humanos en
la historia de ese país. Sabe lo que es una iglesia política aliada al poder
político. Él lo vivió desde una iglesia que no se hizo cómplice de los
militares pero que tampoco se alineó a la iglesia militante de la teología de
la liberación que se articuló social y políticamente para enfrentar por
cualquier medio a la dictadura. Hoy personificado en Francisco se ha puesto más
del lado de esa iglesia de base alejada de los intereses políticos y ocupada de
la agenda de los excluidos y la defensa a ultranza de la dignidad de las
personas y los derechos humanos.
Si México fue clave para Juan Pablo II para
reafirmar un catolicismo no comprometido socialmente, espiritualizado y aliado
al poder político cuyo emblema fue Marcial Maciel, hoy Francisco vio en México
la oportunidad de revertir ese proceso y relanzar un catolicismo preocupado por
la justicia, los empobrecidos, los oprimidos, justo en un país acostumbrado a
que la religión cumple el papel de opio del pueblo.
Francisco en sus discursos y homilías en México ha
recuperado la esencia de la teología de la liberación: la fe cristiana tiene
que ser un instrumento de liberación de los pueblos. ¿Liberación de qué? De la
injusticia estructural, de la impunidad, de la corrupción, de la violencia, del
narcotráfico. Para este papado los cristianos tienen que complementar el templo
con la calle, el rezo con el compromiso social, la convicción de fe con la
autoafirmación ciudadana mejorando la polis. El papa ha creído que México era
la oportunidad adecuada para espabilar a los católicos dormidos en el sueño de
la indiferencia social y la dejadez política. Ha sido la ocasión propicia para
evidenciar que los obispos deberían oler más a pueblo y no a campos de golf.
En Buenos Aires todos recuerdan a Bergoglio en el
metro, en el bus urbano, en las villas miseria, sin coche y sin secretaria,
viviendo en un cuarto sencillo. En México no estamos acostumbrados a ver a los
obispos así, salvo las excepciones de Samuel Ruiz, Sergio Méndez Arceo, Pepe
Llaguno, Arturo Lona, Sergio Obeso y ahora, Raúl Vera. Pocos, excluidos,
atacados y vistos como bichos raros en el episcopado. Pero esa iglesia
comprometida socialmente siempre ha existido en México, periférica, pero hoy
reconocida e impulsada. En un encuentro de Francisco con los jesuitas
mexicanos, que no pertenecía a la agenda pública, él les dijo: “sigan
trabajando, por la dignidad, por la dignidad de Jesús. Que no termine negociado
en la cruz para que vivan mejor los que lo crucifican”.
No sabemos si esta visita papal hará que México
siga siendo esencialmente conservador. Él se va , pero se quedan los jesuitas y
muchas congregaciones religiosas que han apostado, no ahora, sino desde el
Concilio Vaticano II, por unir fe y justicia. Francisco ha movido las entrañas
de nuestra sociedad y de la jerarquía católica. Veremos pronto sus
consecuencias.
* Juan Luis
Hernández es politólogo, Director del Departamento de
Ciencias Sociales de la universidad jesuita en Puebla.