domingo, 4 de septiembre de 2016

23er domingo ordinario; 4 de septiembre del 2016, Homilía FFF

Sabiduría 913-19; Salmo 89; Filemón 910. 12-17; Lucas 1425-33

Sin duda una de las páginas más radicales del evangelio se encuentra en esta perícopa que nos ofrece el Evangelio de Lucas. Jesús sube a Jerusalén, sabiendo lo que este hecho implica de confrontación con los detentadores de poder, tanto religioso como civil. Ahí dará la batalla final hasta la muerte; por eso tiene absoluta conciencia que si su grupo de seguidores no está –también como Él- dispuesto a darlo todo hasta la muerte, entonces su proyecto de Reino no tendrá futuro.
Por eso, de camino, seguido por una multitud y, obvio, por sus discípulos, se vuelve hacia ellos y les hace la invitación más radical que jamás les había hecho. El tiempo se acaba; las agresiones y amenazas de muerte cada vez están más a la vuelta de la esquina; y desgraciadamente, los discípulos no terminan de entender el Proyecto del Reino ni de mostrar claro compromiso hacia él.
“Si alguno quiere seguirme –increpa Jesús- y no me prefiere…, no puede ser mi discípulo”. Ya lo había dicho: “no se puede servir a Dios y a las riquezas”. Pero ahora también va con las personas: seguir a Jesús implica no sólo dejar los bienes, sino preferirlo por encima de todos: padre, madre, esposa, hijos, hermanos; incluso por encima de uno mismo. Nada se puede interponer entre el seguimiento de Jesús y la vida de cada uno. El que juega a dos aguas, terminará por traicionar a Jesús y al Reino; por hacer un dios “a su medida”; por acomodar el Reino a sus intereses y, así, por claudicar al proyecto.
No podemos caminar por esta vida, sino “puestos los ojos en Jesús”. Ese ha de ser nuestro único horizonte. Por eso San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales comienza poniendo a Dios y al Evangelio como “el Principio y Fundamento” de la vida del cristiano. “Venimos de Dios y hacia Él vamos”, como afirmó San Agustín. Y hay que usar las cosas; pero sólo como “medios” para llegar “al fin” para el que fuimos creados. No significa que no amemos a los que nos rodean o que no necesitemos los bienes de la naturaleza justamente para vivir y poder realizar el sentido de la creación humana: “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”, siguiendo también a San Ignacio. Pero lo que no podemos es equipararlos con Dios.
Lo radical, entonces, está en no engañarnos; en no confundir los medios con el fin. Es tan fácil hacer caricaturas de Dios o convertirlo en ídolos que nos permiten hacer lo que deseamos y así sentir que estamos justificados mediante el autoengaño, que tenemos que hacer un esfuerzo muy serio por analizar con toda franqueza la invitación que también a nosotros nos hace Jesús. ¿Estamos dispuestos a hacer frente a la lucha radical por el Reino, a no claudicar; a no dejarnos llevar por la comodidad, por lo fácil, por lo que nos permite creer que sí seguimos a Jesús, cuando en realidad lo estamos traicionando y ante la prueba nos echamos para atrás?
Nada ni nadie en esta vida puede estar por encima de Dios, de Jesús, del Proyecto del Reino. Esa es la radicalidad del Evangelio. Por eso las dos pequeñas parábolas que continúan el texto: Si alguien quiere construir una torre, tiene primero que calcular el “costo”. Es decir, ¿tenemos la clara voluntad y un amor total hacia Jesús, como para no quedarnos a mitad de camino? O dicho de otra forma, ¿estamos dispuestos a pagar el “precio” que implica decir que creemos en Jesús y en su proyecto? Varias veces conminó a jóvenes que decían querer seguirlo, pero el pretexto –decían- era que antes tenían que enterrar a sus padres o probar un arado, o asistir a una boda o lo que fuera. Claramente les dijo: “no son dignos de mí”. Podemos decir que sí queremos responder a la invitación; pero muchas veces no estamos dispuestos a pagar el precio.
La segunda parábola habla de una guerra, como la que sufre el Reino. Recordemos: “El Reino de los cielos sufre violencia, y sólo los violentos la conquistan”. Pero, ¿tenemos los “soldados”, las condiciones necesarias, los recursos imprescindibles, para seguir a Jesús? ¿Estamos dispuestos a “negarnos a nosotros mismos”, a “tomar la cruz” del Señor y a empeñarnos sin condiciones en la lucha por el Reino, contra la actual sociedad de corrupción, mentira, consumo, con un largo etcétera de injusticias y sufrimientos? ¿Cuál es el acervo espiritual que tenemos en el corazón como para seguir a Jesús?
Por eso la conclusión: “Cualquier de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Renunciar, entonces, es ordenar “todo”, como medio, en función del fin para el que fuimos creados. Y esto implica un costo y una guerra sin tregua.
La primera lectura del libro de la Sabiduría nos anima. Lo que parece imposible para los hombres, es posible para Dios. Él nos envía a su “santo espíritu” para que podamos conocer sus designios. “Sólo con esa sabiduría lograron los hombres enderezar sus caminos y conocer lo que te agrada”.
Sólo quien vive apasionadamente, podremos decir que habrá vivido la vida.