Sabiduría 913-19; Salmo 89; Filemón 910. 12-17;
Lucas 1425-33
Sin duda una de las páginas más radicales del evangelio se
encuentra en esta perícopa que nos ofrece el Evangelio de Lucas. Jesús sube a
Jerusalén, sabiendo lo que este hecho implica de confrontación con los
detentadores de poder, tanto religioso como civil. Ahí dará la batalla final hasta
la muerte; por eso tiene absoluta conciencia que si su grupo de seguidores no
está –también como Él- dispuesto a darlo todo hasta la muerte, entonces su
proyecto de Reino no tendrá futuro.
Por eso, de camino, seguido por una multitud y, obvio, por sus
discípulos, se vuelve hacia ellos y les hace la invitación más radical que jamás
les había hecho. El tiempo se acaba; las agresiones y amenazas de muerte cada
vez están más a la vuelta de la esquina; y desgraciadamente, los discípulos no
terminan de entender el Proyecto del Reino ni de mostrar claro compromiso hacia
él.
“Si alguno quiere seguirme –increpa Jesús- y no me prefiere…, no
puede ser mi discípulo”. Ya lo había dicho: “no se puede servir a Dios y a las
riquezas”. Pero ahora también va con las personas: seguir a Jesús implica no sólo
dejar los bienes, sino preferirlo por encima de todos: padre, madre, esposa,
hijos, hermanos; incluso por encima de uno mismo. Nada se puede interponer
entre el seguimiento de Jesús y la vida de cada uno. El que juega a dos aguas,
terminará por traicionar a Jesús y al Reino; por hacer un dios “a su medida”;
por acomodar el Reino a sus intereses y, así, por claudicar al proyecto.
No podemos caminar por esta vida, sino “puestos los ojos en Jesús”.
Ese ha de ser nuestro único horizonte. Por eso San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales
comienza poniendo a Dios y al Evangelio como “el Principio y Fundamento” de la vida
del cristiano. “Venimos de Dios y hacia Él vamos”, como afirmó San Agustín. Y
hay que usar las cosas; pero sólo como “medios” para llegar “al fin” para el
que fuimos creados. No significa que no amemos a los que nos rodean o que no
necesitemos los bienes de la naturaleza justamente para vivir y poder realizar
el sentido de la creación humana: “alabar, hacer reverencia y servir a Dios
nuestro Señor”, siguiendo también a San Ignacio. Pero lo que no podemos es equipararlos
con Dios.
Lo radical, entonces, está en no engañarnos; en no confundir los
medios con el fin. Es tan fácil hacer caricaturas de Dios o convertirlo en ídolos
que nos permiten hacer lo que deseamos y así sentir que estamos justificados
mediante el autoengaño, que tenemos que hacer un esfuerzo muy serio por analizar
con toda franqueza la invitación que también a nosotros nos hace Jesús.
¿Estamos dispuestos a hacer frente a la lucha radical por el Reino, a no
claudicar; a no dejarnos llevar por la comodidad, por lo fácil, por lo que nos
permite creer que sí seguimos a Jesús, cuando en realidad lo estamos
traicionando y ante la prueba nos echamos para atrás?
Nada ni nadie en esta vida puede estar por encima de Dios, de Jesús,
del Proyecto del Reino. Esa es la radicalidad del Evangelio. Por eso las dos
pequeñas parábolas que continúan el texto: Si alguien quiere construir una
torre, tiene primero que calcular el “costo”. Es decir, ¿tenemos la clara
voluntad y un amor total hacia Jesús, como para no quedarnos a mitad de camino?
O dicho de otra forma, ¿estamos dispuestos a pagar el “precio” que implica
decir que creemos en Jesús y en su proyecto? Varias veces conminó a jóvenes que
decían querer seguirlo, pero el pretexto –decían- era que antes tenían que
enterrar a sus padres o probar un arado, o asistir a una boda o lo que fuera. Claramente
les dijo: “no son dignos de mí”. Podemos decir que sí queremos responder a la
invitación; pero muchas veces no estamos dispuestos a pagar el precio.
La segunda parábola habla de una guerra, como la que sufre el
Reino. Recordemos: “El Reino de los cielos sufre violencia, y sólo los
violentos la conquistan”. Pero, ¿tenemos los “soldados”, las condiciones
necesarias, los recursos imprescindibles, para seguir a Jesús? ¿Estamos
dispuestos a “negarnos a nosotros mismos”, a “tomar la cruz” del Señor y a
empeñarnos sin condiciones en la lucha por el Reino, contra la actual sociedad
de corrupción, mentira, consumo, con un largo etcétera de injusticias y
sufrimientos? ¿Cuál es el acervo espiritual que tenemos en el corazón como para
seguir a Jesús?
Por eso la conclusión: “Cualquier de ustedes que no renuncie a
todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Renunciar, entonces, es ordenar “todo”,
como medio, en función del fin para el que fuimos creados. Y esto implica un
costo y una guerra sin tregua.
La primera lectura del libro de la Sabiduría nos anima. Lo que parece
imposible para los hombres, es posible para Dios. Él nos envía a su “santo espíritu”
para que podamos conocer sus designios. “Sólo con esa sabiduría lograron los
hombres enderezar sus caminos y conocer lo que te agrada”.
Sólo quien vive apasionadamente, podremos decir que habrá vivido
la vida.