Un acto de autoridad terminó con el
dominio que tenía la Iglesia católica sobre los matrimonios. Hasta entonces, la
institución religiosa monopolizaba el derecho a decidir quiénes podían ser
declarados unidos en matrimonio. En su óptica excluyente, solamente recibían el
visto bueno las parejas formadas por hombre y mujer que declaradamente fueran
católicos.
El presidente Benito Juárez promulgó
en Veracruz la Ley del Matrimonio Civil el 23 de julio de 1859. Daba fin así a
siglos en que durante la Colonia fue dominio de la Iglesia católica reconocer
quiénes podían ser unidos, o no, en matrimonio. Ya como nación independiente,
en México de 1821 a 1859 jurídicamente el matrimonio era un acto sujeto al
derecho canónico y a la potestad de la Iglesia (citado por Adriana Y. Flores
Castillo, Ley de Matrimonio Civil (23 de julio de 1859), en Patricia Galeana,
coordinadora, Secularización del Estado y la sociedad. 150 aniversario de las
Leyes de Reforma, Siglo XXI Editores, México, 2010, p. 214).
Quienes por distintas razones no se
casaban en la Iglesia católica, fuera por propia decisión o porque la
institución religiosa les negaba el acto que para ella es un sacramento, eran
etiquetados por la organización eclesiástica como amancebados, arrejuntados,
concubinos y a sus descendientes se les estigmatizaba con el epíteto de
ilegítimos o bastardos.
Antes de la Ley del Matrimonio
Civil juarista quienes tenían una confesión religiosa distinta de la católica
romana y deseaban unirse de acuerdo con sus creencias, si tenían medios
cruzaban la frontera del país y celebraban la ceremonia donde no la
monopolizara la Iglesia católica. Por ejemplo, fue el caso del médico
estadunidense Julio Mallet Prevost, residente en Fresnillo, Zacatecas, y su
prometida Mariana Cosío, hija del liberal Severo Cosío. La pareja debió viajar
en 1850 a Brownsville, Texas, para contraer matrimonio bajo la liturgia
presbiteriana.
En su querella contra Juárez y los
liberales que junto con él dieron la lid por quebrar el dominio conservador
católico de la sociedad mexicana, la jerarquía romana hizo un uso faccioso de
la declaratoria de matrimonios válidos. Decidió negarle la ceremonia matrimonial,
además de excomulgarlos, a quienes hubieran jurado la Constitución de 1857 y
apoyaran la gesta juarista. Fue por esto que Manuel Ruiz, ministro de Justicia
e Instrucción Pública, justificó el nuevo instrumento jurídico que arrebató del
control eclesiástico las bodas: Tiempo era de que se regularizara y ordenara el
matrimonio civil, sin el cual el clero continuaría ejerciendo su perniciosa y
disolvente influencia sobre las costumbres de los ciudadanos; y el más robusto
fundamento de la sociedad, la familia legítima, quedaría servilmente subyugada
y caprichosamente oprimida por los constantes abusos que de su autoridad
espiritual hace el clero mexicano, pretendiendo extenderla a límites que deben
ser ya prohibidos, y cuya transgresión debe ser severamente castigada. Así ha
procurado hacerlo el excelentísimo señor presidente con la ley que sobre el
matrimonio civil se ha servido expedir (Silvestre Villegas Revueltas, Antología
de textos: La Reforma y el Segundo Imperio, 1853-1867, UNAM, México, 2008, p.
173).
La Iglesia católica fue prolífica
en su oposición al matrimonio civil, contra el que lanzó anatemas y amenazas a
los feligreses que se atrevieran a formalizar su relación de pareja frente a la
institución dispuesta por los gobiernos. Lo hizo en México y por todas partes
donde vio perdido su exclusivo privilegio de proclamar la legitimidad de los
matrimonios. Bien ha recordado esto Eduardo Huchín en su blog, al proporcionar
la liga a una joya del pensamiento retrógrado, el libro del jesuita Juan
Perrone, compendiado por alguien que firma D.N., Del matrimonio civil,
Barcelona, Librería Religiosa, Barcelona, 1859. Perrone fue bien conocido entre
los católicos integristas mexicanos, su Catecismo acerca del protestantismo
para uso del pueblo, de 1856, tuvo varias ediciones aquí, como la de 1874, de
la Imprenta J. M. Lara. En la obra condenaba al protestantismo por ser hijo de
una aberración: el libre examen, la libertad de conciencia.
Prácticamente al otro día de ser
abiertas oficinas del Registro Civil en la capital del país, acudieron a ellas
matrimonios de facto que deseaban legalizar su vínculo, que antes les estaba
vedado por el control clerical católico. Mónica Savage (El laicismo en los
primeros matrimonios civiles de la ciudad de México: el inicio de una fe
anónima, Históricas, núm. 86, septiembre-diciembre, 2009, Instituto de
Investigaciones Históricas, UNAM) da cuenta de parejas, entre ellas varias
protestantes, que tenían tiempo de vivir juntas y en 1861 formalizaron
legalmente su relación matrimonial, ya sin el temor de tener que vérselas con
la institución religiosa tradicional que administraba según su cerrada óptica
los casamientos.
La Iglesia católica, y de otras
denominaciones que concuerden con ella sobre quiénes pueden ser reconocidos
como matrimonio, tienen sus propios espacios para oficiar las ceremonias
correspondientes. Nadie les está negando ese derecho, ni obligándoles a casar a
hombres y mujeres que no llenan los requisitos que les piden solventar. El
problema es que buscan confesionalizar la vida pública, negando derechos
civiles a quienes no comparten sus creencias en cómo debe estar formada una
familia. Juárez marcó la pauta sobre lo que era necesario hacer en una sociedad
incipientemente diversa. Hoy que la diversidad se ha ampliado, es necesario
profundizar el legado juarista y la laicidad del Estado.