domingo, 4 de septiembre de 2016

Matrimonios igualitarios y salud mental; El Universal, a 29 de agosto del 2016; Juan Ramón de la Fuente

En una sociedad abierta, en una democracia, se puede y se debe disentir. Pero eso no significa necesariamente que sepamos disentir. El caso de la polémica desatada en torno a los matrimonios igualitarios —que es un asunto fundamentalmente de derechos— es un claro ejemplo de ello. Los  embates, las diatribas, los insultos y las amenazas que han surgido son, en verdad, preocupantes. Hace unos días (EL UNIVERSAL, 22/08/2016), un compañero columnista nos compartió en estas páginas el mensaje que recibió de un Frente Nacional, que aparentemente es real, y que a la letra decía: “Vamos todos unidos a subordinar al lobby homosexual… Y de ser necesario nos levantaremos en armas como alguna vez ya lo hicimos…” ¿En serio? De ser cierto, el asunto es muy grave.
Un día le comenté al filósofo Fernando Savater, a propósito de algún otro tema polémico, que todas las opiniones eran respetables. Me atajó de inmediato. Eso no es cierto, las personas son respetables, pero no necesariamente todas sus opciones. Tiene toda la razón. Mucho de lo que hemos escuchado en los últimos días, al respecto del tema que nos ocupa, lo confirma.
Es increíble que, entre los argumentos de quienes insisten en discriminar ante la ley a personas con orientaciones sexuales diversas y en segregarlas socialmente, se esgriman supuestas razones de salud física o psicológica. Para empezar, toda forma de discriminación está explícitamente prohibida en la Constitución, y pretender que por razones de salud esto pudiera justificarse en algún caso, es no sólo improcedente sino, además, inadmisible. ¿Sobre qué bases? Sólo desde el oscurantismo se podría sostener semejante postura. La Suprema Corte de Justicia de la Nación también ha sido explícita: el derecho a contraer matrimonio es parejo para todos, más allá de las preferencias sexuales.
Desde 1973, gracias en buena medida a los trabajos del Dr. Robert Spitzer, quien fue profesor de psiquiatría en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y con quien tuve oportunidad de colaborar años después en un proyecto de clasificación de enfermedades mentales, la homosexualidad dejó de ser considerada una enfermedad. No había, no hay, ningún sustento científico que acredite que lo sea. Era un prejuicio al que la ciencia puso en evidencia, como a tantas otras cosas. En buena hora: el conocimiento a favor de los derechos humanos y de la dignidad de las personas.
La etiqueta de enfermos, por fortuna, desapareció formalmente, pero no así el hostigamiento, el rechazo, la presión social y la violencia de los que son objeto los no heterosexuales. Lo estamos constatando en estos días. Ese es el verdadero origen de su angustia: el estrés al que los someten, empezando a veces por la propia familia, la escuela, el médico inepto, la iglesia, la comunidad. La responsable es, en el fondo, la ignorancia. Quizá por eso se pretenda ahora, además, justificar tales embates por razones de salud, esgrimiendo diagnósticos inexistentes, en aras de proteger a los niños de supuestas agresiones. Otra barbaridad.
Como es de suponerse, el impacto en la salud mental de los niños adoptados por parejas del mismo sexo (y de las comunidades no heterosexuales en general), ha sido motivo de numerosos estudios en muy diversos países. No hay evidencia científica que haya podido demostrar diferencias significativas en la autoestima, el neurodesarrollo, la capacidad de adaptación, el rendimiento escolar o alguna forma de patología mental entre estos niños y aquellos que han sido criados por parejas heterosexuales. Las investigaciones rigurosas son las que permiten comparar a unos con otros, para poder llegar a conclusiones sólidas y no meramente especulativas.
En 2013, la Academia Americana de Pediatría expresó su respaldo a los matrimonios civiles del mismo sexo y al derecho que les asiste de adoptar hijos si así lo desean. La mejor forma de proveer seguridad y estabilidad, dice el documento técnico, es a través del matrimonio de los padres independientemente de su orientación sexual. Unos meses después, fue la Academia Americana de Psiquiatría Infantil y de la Adolescencia la que reconoció que no hay diferencias en la salud mental entre los hijos de padres heterosexuales y aquellos criados por padres pertenecientes a la comunidad LGBT (en referencia a la población lésbico, gay, bisexual y transexual). Si bien estos afrontan retos mayores por el ambiente hostil y la discriminación con el que se enfrentan con frecuencia, no difieren en su identidad sexual, ni en su comportamiento adaptativo, ni tienen mayor riesgo de ser víctimas de abuso sexual. En suma, no hay diferencia entre unos y otros. Es la calidad de la relación entre padres e hijos la que afecta su desarrollo.
La evidencia acumulada, analizada y publicada por diversas instituciones académicas cuyos expertos han estudiado el tema a profundidad, es cada vez mayor. En 2014 el prestigiado Colegio Real de Psiquiatría de Londres, publicó otro importante documento de consenso. Ahí se reitera que la homosexualidad no es una enfermedad y que no hay razón alguna para que estos no tengan exactamente los mismos derechos y responsabilidades que el resto de los ciudadanos: el acceso a los servicios de salud, el derecho al matrimonio, a la procreación, a la adopción y a la tutela de los niños. Por cierto, también se señala, con base en una abrumadora cantidad de información generada por décadas de investigación, que la orientación sexual es resultado de una combinación de factores biológicos y ambientales y que su diversidad es compatible con la salud mental.
Por su parte, el Colegio de Psiquiatras de Australia y Nueva Zelanda ha documentado explícitamente, que lo que más afecta la salud mental de la comunidad no heterosexual (en la que se incluye también con frecuencia a la población travesti, transgénero e intersexual) es la inequidad legislativa, la marginación y la discriminación interpersonal. Su recomendación no deja dudas: apoyar el matrimonio igualitario por razones de salud mental. Reconoce asimismo, la conclusión a la que ha llegado el grupo de expertos convocado por la Organización Mundial de la Salud con miras a la nueva Clasificación Internacional de Enfermedades y que es también contundente: ni la perspectiva clínica, ni la de la salud pública o de la investigación, justifican una clasificación diagnóstica basada en la orientación sexual de las personas.
El matrimonio igualitario, por el contrario, ha mostrado ser un factor de estabilidad emocional entre los miembros de una comunidad que ha sido históricamente segregada. Confiere, no sólo protección legal, es decir, derechos, sino también aprobación social y, al ser tratados por igual ante la ley, se incide positivamente en la salud mental tanto individual como colectiva. Es decir, no sólo la de los directamente afectados, sino también de la comunidad a la que pertenecen y del entorno en el que viven. La negación de este derecho, que constituye un injusto rechazo social, es capaz de generar temores y ansiedad, y es eso lo que genera algunas formas de patología más severa como la depresión y la angustia, entre otras. Quienes se empeñan, pues, en excluir a la comunidad no heterosexual de sus derechos, del acceso a una vida social respetada y respetable, se convierten así en una suerte de vectores de trastornos mentales.
Hay que aprovechar mejor los espacios que ofrece nuestra democracia para disentir, para debatir, para defender ideas y para esgrimir razones pero sin amenazas, sin tanta especulación, sin agraviar al otro. Y ahí donde haya ciencia que nutra el debate y ahuyente los dogmas, pues hay que aprender a usarla, para despejar dudas y erradicar prejuicios. La orientación sexual de las personas es diversa, como diversa es nuestra forma de pensar y de entender la vida. Esa es parte de la esencia de nuestra naturaleza.

Profesor de Psiquiatría, Facultad de

Medicina, UNAM