domingo, 25 de septiembre de 2016

26 domingo ordinario; 25 de septiembre del 2016; Homilía FFF.

Amós 61. 4-7; Salmo 145; 1ª a Timoteo 611-16; Lucas 1619-31

En continuidad con el domingo anterior, la liturgia insiste en radicalizar la postura del Evangelio a fin de comprender un poco más esa difícil conexión entre el deseo de Dios y el bien de la humanidad. Aparentemente, la cuestión religiosa es algo que atañe exclusivamente a lo “espiritual”, a la relación “íntima” entre Dios y el hombre, y nada más. Si yo rezo, si “me siento bien en mi interior”, si cumplo con los sacramentos, si no cometo “pecados realmente graves” como robar, asesinar, secuestrar, entonces podré decir que tengo una “buena espiritualidad”, una sana relación con Dios; es decir, que estoy bien con Dios, y que Él está bien conmigo.
Sin embargo, el mensaje de Jesús va mucho más allá. No que lo anterior esté mal; pero, por un lado, no basta; y por el otro, puede justificar y ocultar acciones que abiertamente pervierten el “deseo de Dios”. Y, entonces, nuestra experiencia religiosa se convierte en una ideología que oculta la auténtica relación que debe existir entre Dios y el ser humano.
Y la cuestión no es complicada, al menos de entender, cuando hay voluntad de hacerlo. Se trata de aterrizar, concretar, vivir la “síntesis de la ley y los profetas” que se resume en el “amar a Dios y amar al prójimo”. La verdadera relación con Dios es la que no omite la relación con el prójimo, por un lado; y, por el otro, la que cuida de su vida hasta las últimas consecuencias, poniendo como base fundamental la posibilidad de que todos disfrutemos de los mínimos bienes de la naturaleza, especialmente los que son imprescindibles para una vida digna.
En este sentido, jamás se puede concebir una auténtica vivencia del Evangelio de Jesús cuando se omite uno de los 3 polos que la constituyen: El Dios del Reino manifestado por Jesús en su evangelio, el prójimo que cuando menos hemos de procurar –en lo que está de nuestra parte- que tenga las condiciones mínimas para disfrutar de los bienes de la creación, y mi propia persona. Sin este triángulo, podremos tener mil experiencias religiosas, pero no serán las del Jesús del Evangelio. Y lo peor que nos puede pasar, es justo confundirnos; creer que porque tengo relación con Dios a través de una oración intimista, ya “estoy cumpliendo con la ley y los profetas”.
Las lecturas de este domingo son un duro golpe a nuestra hipocresía o a esa experiencia religiosa que hemos hecho “al tamaño de nuestras conveniencias”. Tratan de dejarnos ver con toda claridad cuál es el seguimiento auténtico de Jesús; cuál es la experiencia religiosa “que le agrada a Dios”, porque en el fondo es la única que puede ayudar a construir el Reino, esa sociedad de hombres y mujeres libres, que comparten como hermanos la riqueza de la creación.
El Profeta Amós, que escribió 8 siglos antes de Cristo, contrasta la vida de los opulentos contra la de los pobres, y cómo eso no agrada a Dios: por eso irán al destierro: “¡Ay de Uds. que se sienten seguros!”, comienza por advertirles. Y luego describe con unos cuantos verbos la causa de su condena: “Se recuestan sobre almohadones para comer los corderos del rebaño y las terneras en engorda. Canturrean…, creyendo cantar como David. Se atiborran de vino, se ponen los perfumes más costosos, pero no se preocupan por las desgracias de sus hermanos. Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se acabará la orgía de los disolutos”.
En sentido estricto, no es que estén cometiendo crímenes terribles; simplemente han acumulado riquezas y disfrutan de ellas, sin preocuparse por las desgracias de sus hermanos. Punto. El triángulo se rompe: podríamos decir que permanecen dos ángulos, pero eso no basta: están los opulentos y, supuestamente, Dios; pero no los pobres ni una preocupación efectiva por ellos. Así, al quitar uno de los ángulos, se destruye el triángulo: si no están los pobres presentes en nuestra experiencia religiosa y si no está el compromiso eficaz por disminuir su pobreza, entonces Dios no está en nuestra vida. Por eso iremos al destierro: es decir, caminaremos solos en el desierto de nuestra soledad, porque ya Dios no irá con nosotros. Dejar a los pobres, es dejar a Dios.
Lucas en la parábola de Lázaro y el Rico Epulón, radicaliza el tema. El Rico Epulón, por no atender eficazmente al pobre Lázaro, está irremediablemente perdido. Lo tenía todo y lo perdió todo. Ese es el símbolo del infierno: el sitio donde nos ahoga la soledad de la separación de Dios y de los hermanos; es el infierno de nuestro propio interior. Lo tenemos todo, pero realmente no tenemos nada. Esa profunda soledad, ese destierro en el que estamos, nos asfixia; se convierte en el peor tormento; y lo más triste es que no puede ser llenado por la riqueza.
De nuevo, Epulón no era una “mala persona”; la parábola no dice que se fue al lugar de castigo por haberse portado mal. Simplemente, porque fue indiferente ante la pobreza de Lázaro tirado en el portal de su Mansión.
Retomemos la recomendación de Pablo a Timoteo: cumplir fiel e irreprochablemente todo lo mandado en el Evangelio; no lo que nos conviene; no lo que se adapta a nuestros criterios, valores y forma de vivir. ¡No! Vivamos la totalidad de lo que Jesús nos mandó, empapándonos de su vida y sus opciones.