Amós 61. 4-7; Salmo 145; 1ª a Timoteo 611-16;
Lucas 1619-31
En continuidad con el domingo anterior, la liturgia insiste en
radicalizar la postura del Evangelio a fin de comprender un poco más esa difícil
conexión entre el deseo de Dios y el bien de la humanidad. Aparentemente,
la cuestión religiosa es algo que atañe exclusivamente a lo “espiritual”, a la
relación “íntima” entre Dios y el hombre, y nada más. Si yo rezo, si “me siento
bien en mi interior”, si cumplo con los sacramentos, si no cometo “pecados
realmente graves” como robar, asesinar, secuestrar, entonces podré decir que tengo
una “buena espiritualidad”, una sana relación con Dios; es decir, que estoy
bien con Dios, y que Él está bien conmigo.
Sin embargo, el mensaje de Jesús va mucho más allá. No que lo
anterior esté mal; pero, por un lado, no basta; y por el otro, puede justificar
y ocultar acciones que abiertamente pervierten el “deseo de Dios”. Y, entonces,
nuestra experiencia religiosa se convierte en una ideología que oculta la auténtica
relación que debe existir entre Dios y el ser humano.
Y la cuestión no es complicada, al menos de entender, cuando hay
voluntad de hacerlo. Se trata de aterrizar, concretar, vivir la “síntesis de la
ley y los profetas” que se resume en el “amar a Dios y amar al prójimo”. La
verdadera relación con Dios es la que no omite la relación con el prójimo, por
un lado; y, por el otro, la que cuida de su vida hasta las últimas
consecuencias, poniendo como base fundamental la posibilidad de que todos
disfrutemos de los mínimos bienes de la naturaleza, especialmente los que son
imprescindibles para una vida digna.
En este sentido, jamás se puede concebir una auténtica vivencia
del Evangelio de Jesús cuando se omite uno de los 3 polos que la constituyen: El Dios del Reino manifestado por Jesús
en su evangelio, el prójimo que cuando
menos hemos de procurar –en lo que está de nuestra parte- que tenga las
condiciones mínimas para disfrutar de los bienes de la creación, y mi propia persona. Sin este triángulo,
podremos tener mil experiencias religiosas, pero no serán las del Jesús del
Evangelio. Y lo peor que nos puede pasar, es justo confundirnos; creer que porque
tengo relación con Dios a través de una oración intimista, ya “estoy cumpliendo
con la ley y los profetas”.
Las lecturas de este domingo son un duro golpe a nuestra hipocresía
o a esa experiencia religiosa que hemos hecho “al tamaño de nuestras
conveniencias”. Tratan de dejarnos ver con toda claridad cuál es el seguimiento
auténtico de Jesús; cuál es la experiencia religiosa “que le agrada a Dios”, porque
en el fondo es la única que puede ayudar a construir el Reino, esa sociedad de
hombres y mujeres libres, que comparten como hermanos la riqueza de la creación.
El Profeta Amós, que escribió 8 siglos antes de Cristo, contrasta la vida de los
opulentos contra la de los pobres, y cómo eso no agrada a Dios: por eso irán al
destierro: “¡Ay de Uds. que se sienten seguros!”, comienza por advertirles. Y
luego describe con unos cuantos verbos la causa de su condena: “Se recuestan
sobre almohadones para comer los corderos del rebaño y las terneras en engorda.
Canturrean…, creyendo cantar como David.
Se atiborran de vino, se ponen los perfumes más costosos,
pero no se preocupan por las desgracias
de sus hermanos. Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se
acabará la orgía de los disolutos”.
En sentido estricto, no es que estén cometiendo crímenes
terribles; simplemente han acumulado riquezas y disfrutan de ellas, sin
preocuparse por las desgracias de sus hermanos. Punto. El triángulo se rompe: podríamos decir que permanecen dos ángulos,
pero eso no basta: están los opulentos y, supuestamente, Dios; pero no los
pobres ni una preocupación efectiva por ellos. Así, al quitar uno de los ángulos,
se destruye el triángulo: si no están los pobres presentes en nuestra experiencia
religiosa y si no está el compromiso eficaz por disminuir su pobreza, entonces
Dios no está en nuestra vida. Por eso iremos al destierro: es decir,
caminaremos solos en el desierto de nuestra soledad, porque ya Dios no irá con
nosotros. Dejar a los pobres, es dejar a Dios.
Lucas en la parábola de Lázaro y el Rico Epulón, radicaliza el
tema. El Rico Epulón, por no atender eficazmente al pobre Lázaro, está
irremediablemente perdido. Lo tenía todo y lo perdió todo. Ese es el símbolo
del infierno: el sitio donde nos ahoga la soledad de la separación de Dios y de
los hermanos; es el infierno de nuestro propio interior. Lo tenemos todo, pero
realmente no tenemos nada. Esa profunda soledad, ese destierro en el que
estamos, nos asfixia; se convierte en el peor tormento; y lo más triste es que no
puede ser llenado por la riqueza.
De nuevo, Epulón no era una “mala persona”; la parábola no dice
que se fue al lugar de castigo por haberse portado mal. Simplemente, porque fue
indiferente ante la pobreza de Lázaro tirado en el portal de su Mansión.
Retomemos la recomendación de Pablo a Timoteo: cumplir fiel e irreprochablemente todo lo
mandado en el Evangelio; no lo que nos conviene; no lo que se adapta a
nuestros criterios, valores y forma de vivir. ¡No! Vivamos la totalidad de lo
que Jesús nos mandó, empapándonos de su vida y sus opciones.